Vi las imágenes del fusilamiento. Un poste clavado en el suelo, atado a él un hombre joven, vestido con unos pantalones oscuros y una camiseta, el pelo muy corto. Dos o tres oficiales norteamericanos están cerca, uno de ellos enciende un cigarrillo, después se aproxima un cura que dice no se sabe qué, mientras el condenado, con el cigarrillo sujeto por los labios, aspira y suelta una bocanada de humo. Unos segundos más y se apartan todos, no vemos a los soldados que van a disparar, se diría que la cámara de filmar está en mitad del pelotón de fusilamiento. De repente, el cuerpo es sacudido por las balas, resbala un poco a lo largo del poste, pero no está muerto: se agita débilmente. Los oficiales se aproximan, uno de ellos parece llevar la mano a la pistola, quizá va a darle el tiro de gracia, no se llegará a saber, la imagen acabó. Se dijo que el italiano no era soldado, que había sido, con otros, lanzado en paracaídas tras las líneas norteamericanas para actos de sabotaje, que las llamadas leyes de guerra parecen no perdonar. Todo esto es horrible, pero, no sé por qué, se me fija más en la memoria el ritual escénico del último cigarrillo del condenado a muerte, como si cada uno de aquellos hombres estuviese representando un papel: el cura para dar la absolución, el condenado que pide o acepta el cigarrillo, la mano que lo enciende, probablemente la misma que disparará el último tiro. El otro lado de la tragedia es muchas veces la farsa.
FIN