La era de los imperios llegó a su apogeo durante los cien años transcurridos desde la década de 1880 hasta la de 1980. Durante la mayor parte de este periodo un número relativamente pequeño de imperios gobernaba casi todo el mundo. A inicios de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda y Alemania, que juntos representaba menos del 1% de la superficie terrestre y menos del 8% de la población, dominaban una región que era un tercio de la superficie del planeta y que comprendía a más de un cuarto de la población mundial. Toda Australasia, el 90% de África y el 56% del Asia estaban bajo algún tipo de dominio europeo, así como casi todas las islas del Caribe, de los Océanos Índico y Pacífico. Y aunque solo una cuarta parte del continente americano –básicamente Canadá- se encontraba en esa misma condición de dependencia, casi todo el resto había sido dominado por Europa en un periodo u otro de los siglos XVI y XVII. Tanto en el norte como en el sur, la organización política de las repúblicas americanas había sido modelada en lo fundamental por el pasado colonial.
Tampoco estos cálculos sobre la extensión de los imperios marítimos-occidentales reflejan la historia completa del imperio decimonónico. L mayor parte de Europa central y oriental estaba bajo dominio imperial ruso, alemán u austríaco. En realidad, el imperio ruso se extendía desde el mar Báltico al mar Negro, y desde Varsovia a Vladivostok. Y todavía intacto, aunque en una posición de creciente inferioridad respecto a los imperios europeos estaban el imperio otomano en Oriente Próximo y el imperio chino en Oriente. Los estados-nación independientes eran en suma la excepción frente a un dominio imperial universal. Incluso Japón, el caso más conocido de un estado asiático que se había resistido a la colonización (aunque Estados Unidos había forzado a su economía a abrirse), se había embarcado en la construcción de un imperio, mediante la conquista de Corea. Estados Unidos , pese haber sido forjado en el crisol de una guerra antiimperial, había dado os primeros pasos en el camino del imperio, al anexarse Texas en 1845, California en 1848, Alaska en 1867 y Filipinas, Puerto Rico y Guam en 1898. De hecho, su historia decimonónica puede ser contada como una transición del imperialismo continental al hemisférico.
Sin embargo, el siglo XX rechazó el imperio, en principio, si no en la práctica. Se puede decir que el rechazo comenzó con la publicación de uno de los tratado antiimperialistas más importantes, Imperialism: An Essay, de J. A. Hobson, cuya idea central (que el imperio británico era un chanchullo, dirigido a beneficiar en exclusiva una minúscula élite financiera y sus clientes) inspiró el tratado de Lenin, Imperialismo, fase superior del capitalismo. Para Lenin, la primera Guerra Mundial fue el resultado directo de las rivalidades imperiales. No obstante, tuvo como efecto el derrocamiento de no menos de cuatro emperadores centroeuropeos y del este (aunque el propio Lenin garantizó que el imperio de los Romanov renaciera en una forma más maligna bajo el dominio bolchevique). Los cinco imperios europeos occidentales que quedaron fueron renqueando durante las décadas de 1920 y 1930, pero finalmente fueron destruidos por loa alemanes, italianos y japoneses que pugnaban por construir nuevos imperios en la década de 1940 en Europa, África y Asia. Las dos superpotencias que salieron victoriosas de las guerras mundiales, aunque constituían imperios en todo salvo en el nombre, eran decididamente antiimperialistas en su retórica. Ampliando la nueva versión de un nuevo orden mundial esbozada por su predecesor, Franklin Roosevelt concibió la Segunda Guerra Mundial como una guerra para acabar con el imperio. La Unión Soviética, por su parte, equiparaba fascismo e imperialismo de forma sistemática y después de 1945 no tardó mucho en acusar a Estados Unidos de patrocinar el primero y practicar el segundo. Ambos imperios antiimperiales creían que obtendrían ventajas estratégicas de la descolonización.
Roosevelt preveía un sistema de protectorados temporales para todas las antiguas colonias, como preludio a su independencia sobre la base del principio wilsoniano de la autodeterminación (el cual los mediadores de la paz habían descartado con énfasis para los pueblos no europeos después de la Primera Guerra Mundial). Pese a los grandes esfuerzos de Churchill, se salió con la suya. Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo la descolonización en una sucesión de grandes olas, y se pospuso solo donde (Oriente Próximo o China) los estadounidenses estaban dispuestos a subvencionar a los gobiernos coloniales europeos contra la “insurgencia” comunista. La primera Guerra Mundial había desmantelado ya tres imperios (Habsburgo, Hohenzollern y otomano), pero muchas de sus posesiones habían acabado en manos de otros imperios, después de haber probado el sabor efímero de la independencia. A partir de 1945 fue diferente. No solo el imperio británico, sino también el francés, el holandés, el belga y el portugués fueron liquidados (rápidamente en algunas regiones del globo, penosa y lentamente en otras), y ya a mediados de la década de 1970 quedaban poco más que vestigios. Solo tres imperios perduraron: el ruso, el chino (los cuales Roosevelt consideraba diferentes de los imperios europeos occidentales porque sus colonias no estaban en ultramar y quizá porque sus ideologías eran abiertamente igualitarias), y por supuesto, el tácito imperialismo americano. El resultado fue un aumento del número de estados independientes en el mundo, que se duplicó con holgura. En 1920 había 69 estados soberanos en el mundo. Hacia 1950 su número había aumentado a 89; y en 1995, momento en que el imperio ruso finalmente se desintegró, había 192, con los mayores increnetos ocurridos en la década de 1960 (sobre todo en África, donde no menos de 25 nuevos estados se formaron entre 1960 y 1964) y en los años noventa (en especial en Europa del Este).
Por tanto, impelido por una combinación de extenuación europea, nacionalismo no europeo e idealismo americano, el mundo se embarcó en un experimento que marcó una época, un experimento para poner a prueba la hipótesis de que era el imperialismo la causa de la pobreza y las guerras que a la larga la autodeterminación prepararía el camino a la prosperidad y la paz.
Nial Ferguson: “Coloso. Auge y Decadencia del Imperio Americano”,
Debate, 2004.