LA ERA DE LA REVOLUCIÒN – El universo copernicano

La gran lista de la revolución cosmológica siempre ha estado encabezada por el nombre de Copérnico, clérigo polaco cuya obra las revoluciones de los orbes celestes  se publicó en 1543, el mismo año que la gran obra de Vesalio sobre anatomía (y, curiosamente, que la primera edición de las obras de Arquímedes). Copérnico era un humanista renacentista más que un científico, lo que no resulta sorprendente, teniendo en cuenta la época en que vivió. En parte por motivos filosóficos y estéticos concibió la idea de un universo de planetas que se mueven alrededor del Sol, explicando su movimiento como un sistema de ciclos y epiciclos. Era (por así decir) una conjetura brillante, ya que no tenía ningún medio de probar su hipótesis y la mayoría de las pruebas del sentido común eran contrarias a ella.

Los primeros datos verdaderamente científicos que respaldaron el heliocentrismo los proporcionó en realidad un hombre que no lo aceptaba, el danés Ticho Brahe. Además de poseer la algo sorprendente distinción de una nariz artificial, Brahe comenzó a registrar los movimientos de los planetas, primero con instrumentos rudimentarios y después, gracias a la generosidad de un rey, Federico II, desde el observatorio mejor equipado de su época. El resultado fue la primera colección sistemática de datos astronómicos realizados dentro de la esfera de la tradición occidental desde la época de Alejandría. Kepler, el primer gran científico protestante, a quien Brahe lo invitó para que lo ayudara, prosiguió haciendo observaciones propias aún más meticulosas y dio un segundo paso teórico hacia delante de importancia al demostrar que se podía explicar la regularidad de los movimientos planetarios si sus trayectorias seguían elipses a velocidades irregulares. Esto rompió al fin el marco tolemaico dentro del cual la cosmología estaba cada vez más encorsetada y sentó las bases de la explicación planetaria hasta el siglo XX. Después llegó Galileo Galilei, que se valió con entusiasmo del telescopio, un instrumento al parecer descubierto en 1600, posiblemente por casualidad. Galileo era un académico, profesor en Padua de dos materias característicamente vinculadas a las ciencias en sus inicios: física e ingeniería militar. Su uso del telescopio acabó definitivamente con el esquema aristotélico, al hacer visible la astronomía copernicana, y en los dos siglos siguientes se aplicaría a las estrellas lo que se conocía sobre la naturaleza de los planetas.

Galileo

La principal labor de Galileo no fue la observación sino la teoría. Primero describió la física que hacía posible un universo copernicano dando un tratamiento matemático al movimiento de los cuerpos. Con Galileo, la mecánica abandonó el mundo de los conocimientos del artesano y entró en el de la ciencia. Es más, Galileo llegó a conclusiones a partir de una experimentación sistemática, en la que se basaban lo que Galileo llamó “dos nuevas ciencias”: la estática y la dinámica. El resultado fue el libro que se considera el primer enunciado de la revolución del pensamiento científico, el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, tolemaico y copernicano, de 1632. Menos destacables que sus contenido, pero aún así interesantes, son las circunstancias de que Galileo lo escribió no en latín, sino en el italiano vernáculo, y que lo dedicó al papa; es indudable que Galileo era un buen católico. Pero el libro provocó un alboroto, y con razón, ya que significaba el final de la visión del mundo cristiana-aristotélica que había sido el gran triunfo de la Iglesia medieval. Galileo fue juzgado y condenado, y se retractó, aunque eso no disminuyó la repercusión de su obra. Las ideas copernicanas dominaron a partir de entonces el pensamiento científico.

Isaac Newton

El año de la muerte de Galileo nació Newton, cuyo logro fue ofrecer la explicación física del mundo copernicano, al demostrar que las mismas leyes mecánicas explicaban lo que había dicho Kepler y Galileo, y unir por fin los conocimientos de la Tierra con los del cielo. Newton aplicó unas matemáticas nuevas, el “método diferencial” o, según la terminología posterior, cálculo infinitesimal, que no fue un invento suyo, sino que lo aplicó a los fenómenos físicos, proporcionando una forma de calcular las posiciones de los cuerpos en movimiento. Sus conclusiones se reflejaron en una exposición sobre los movimientos de los planetas incluidos en un libro que fue la obra científica más importante e influyente desde la de Euclides. Los Principios matemáticos de la filosofía natural demostraban que la gravedad sostenía el universo físico. Las consecuencias culturales generales de este descubrimiento fueron comparables con las que tuvo para la ciencia; carecemos de un patrón adecuado para medirlas, pero quizás fueron aún mayores. Que una sola ley, descubierta mediante la observación y el cálculo, pudiera explicar tantas cosas era una revelación asombrosa de hasta dónde podía llegar el nuevo pensamiento científico. Se ha citado a Pope en exceso, pero su epigrama sigue siendo el mejor resumen del impacto que tuvo la obra de Newton en los hombres cultos:

La Naturaleza y la ley de la Naturaleza

Yacen en la noche:

Dios dijo, “¡que sea Newton!” y se hizo la luz.

Newton se convertiría, por tanto, en su momento, y junto con Bacon, en el segundo santo canonizado de un Nuevo Saber. En el caso de Newton poco se exageraba. Era un hombre de intereses científicos casi universales y, como suele decirse, poco era lo que tocaba que no adornase. Pero la trascendencia de gran parte de la obra de Newton se escapa al entendimiento del no científico. De forma manifiesta, completó la revolución iniciada con Copérnico. Una concepción dinámica del universo había sustituido a otra estática. Su logro fue lo bastante grande como para determinar la física de los dos siglos siguientes y para sustentar todas las demás ciencias con una nueva cosmología.

Próxima entrega: La Ilustración

 

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