{"id":1200,"date":"2019-08-26T12:19:43","date_gmt":"2019-08-26T12:19:43","guid":{"rendered":"http:\/\/tecuentoalgo.com\/?p=1200"},"modified":"2021-04-24T21:03:06","modified_gmt":"2021-04-24T21:03:06","slug":"el-sur-jorge-luis-borges","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/tecuentoalgo.com\/el-sur-jorge-luis-borges\/","title":{"rendered":"El sur – Jorge Luis Borges"},"content":{"rendered":"
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El hombre que desembarc\u00f3 en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evang\u00e9lica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle C\u00f3rdoba y se sent\u00eda hondamente argentino. Su abuelo materno hab\u00eda sido aquel Francisco Flores, del 2 de infanter\u00eda de l\u00ednea, que muri\u00f3 en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germ\u00e1nica) eligi\u00f3 el de ese antepasado rom\u00e1ntico, o de muerte rom\u00e1ntica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas m\u00fasicas, el h\u00e1bito de estrofas del Mart\u00edn Fierro, los a\u00f1os, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann hab\u00eda logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos bals\u00e1micos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmes\u00ed. Las tareas y acaso la indolencia lo reten\u00edan en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesi\u00f3n y con la certidumbre de que su casa estaba esper\u00e1ndolo, en un sitio preciso de la llanura. En los \u00faltimos d\u00edas de febrero de 1939, algo le aconteci\u00f3.<\/p>\n

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las m\u00ednimas distracciones. Dahlmann hab\u00eda conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; \u00e1vido de examinar ese hallazgo, no esper\u00f3 que bajara el ascensor y subi\u00f3 con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le roz\u00f3 la frente, \u00bfun murci\u00e9lago, un p\u00e1jaro? En la cara de la mujer que le abri\u00f3 la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pas\u00f3 por la frente sali\u00f3 roja de sangre. La arista de un batiente reci\u00e9n pintado que alguien se olvid\u00f3 de cerrar le habr\u00eda hecho esa herida. Dahlmann logr\u00f3 dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gast\u00f3 y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repet\u00edan que lo hallaban muy bien. Dahlmann los o\u00eda con una especie de d\u00e9bil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho d\u00edas pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el m\u00e9dico habitual se present\u00f3 con un m\u00e9dico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiograf\u00eda. Dahlmann, en el coche de plaza que los llev\u00f3, pens\u00f3 que en una habitaci\u00f3n que no fuera la suya podr\u00eda, al fin, dormir. Se sinti\u00f3 feliz y conversador; en cuanto lleg\u00f3, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el v\u00e9rtigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clav\u00f3 una aguja en el brazo. Se despert\u00f3 con n\u00e1useas, vendado, en una celda que ten\u00eda algo de pozo y, en los d\u00edas y noches que siguieron a la operaci\u00f3n pudo entender que apenas hab\u00eda estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos d\u00edas, Dahlmann minuciosamente se odi\u00f3; odi\u00f3 su identidad, sus necesidades corporales, su humillaci\u00f3n, la barba que le erizaba la cara. Sufri\u00f3 con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que hab\u00eda estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se ech\u00f3 a llorar, condolido de su destino. Las miserias f\u00edsicas y la incesante previsi\u00f3n de las malas noches no le hab\u00edan dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro d\u00eda, el cirujano le dijo que estaba reponi\u00e9ndose y que, muy pronto, podr\u00eda ir a convalecer a la estancia. Incre\u00edblemente, el d\u00eda prometido lleg\u00f3.<\/p>\n

A la realidad le gustan las simetr\u00edas y los leves anacronismos; Dahlmann hab\u00eda llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constituci\u00f3n. La primera frescura del oto\u00f1o, despu\u00e9s de la opresi\u00f3n del verano, era como un s\u00edmbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la ma\u00f1ana, no hab\u00eda perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconoc\u00eda con felicidad y con un principio de v\u00e9rtigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo d\u00eda, todas las cosas regresaban a \u00e9l.<\/p>\n

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann sol\u00eda repetir que ello no es una convenci\u00f3n y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo m\u00e1s antiguo y m\u00e1s firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificaci\u00f3n, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zagu\u00e1n, el \u00edntimo patio.<\/p>\n

En el\u00a0hall<\/i>\u00a0de la estaci\u00f3n advirti\u00f3 que faltaban treinta minutos. Record\u00f3 bruscamente que en un caf\u00e9 de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) hab\u00eda un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desde\u00f1osa. Entr\u00f3. Ah\u00ed estaba el gato, dormido. Pidi\u00f3 una taza de caf\u00e9, la endulz\u00f3 lentamente, la prob\u00f3 (ese placer le hab\u00eda sido vedado en la cl\u00ednica) y pens\u00f3, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesi\u00f3n, y el m\u00e1gico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.<\/p>\n

A lo largo del pen\u00faltimo and\u00e9n el tren esperaba. Dahlmann recorri\u00f3 los vagones y dio con uno casi vac\u00edo. Acomod\u00f3 en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abri\u00f3 y sac\u00f3, tras alguna vacilaci\u00f3n, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmaci\u00f3n de que esa desdicha hab\u00eda sido anulada y un desaf\u00edo alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.<\/p>\n

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visi\u00f3n y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann ley\u00f3 poco; la monta\u00f1a de piedra im\u00e1n y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, qui\u00e9n lo niega, maravillosos, pero no mucho m\u00e1s que la ma\u00f1ana y que el hecho de ser. La felicidad lo distra\u00eda de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.<\/p>\n

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la ni\u00f1ez) fue otro goce tranquilo y agradecido.<\/p>\n

Ma\u00f1ana me despertar\u00e9 en la estancia<\/i>, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el d\u00eda oto\u00f1al y por la geograf\u00eda de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a met\u00f3dicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parec\u00edan de m\u00e1rmol, y todas estas cosas eran casuales, como sue\u00f1os de la llanura. Tambi\u00e9n crey\u00f3 reconocer \u00e1rboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campa\u00f1a era harto inferior a su conocimiento nost\u00e1lgico y literario.<\/p>\n

Alguna vez durmi\u00f3 y en sus sue\u00f1os estaba el \u00edmpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del d\u00eda era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardar\u00eda en ser rojo. Tambi\u00e9n el coche era distinto; no era el que fue en Constituci\u00f3n, al dejar el and\u00e9n: la llanura y las horas lo hab\u00edan atravesado y transfigurado. Afuera la m\u00f3vil sombra del vag\u00f3n se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era \u00edntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no hab\u00eda otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no s\u00f3lo al Sur. De esa conjetura fant\u00e1stica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirti\u00f3 que el tren no lo dejar\u00eda en la estaci\u00f3n de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre a\u00f1adi\u00f3 una explicaci\u00f3n que Dahlmann no trat\u00f3 de entender ni siquiera de o\u00edr, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).<\/p>\n

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las v\u00edas quedaba la estaci\u00f3n, que era poco m\u00e1s que un and\u00e9n con un cobertizo. Ning\u00fan veh\u00edculo ten\u00edan, pero el jefe opin\u00f3 que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indic\u00f3 a unas diez, doce, cuadras.<\/p>\n

Dahlmann acept\u00f3 la caminata como una peque\u00f1a aventura. Ya se hab\u00eda hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del tr\u00e9bol.<\/p>\n

El almac\u00e9n, alguna vez, hab\u00eda sido punz\u00f3, pero los a\u00f1os hab\u00edan mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le record\u00f3 un grabado en acero, acaso de una vieja edici\u00f3n de\u00a0Pablo y Virginia<\/i>. Atados al palenque hab\u00eda unos caballos. Dahlmam, adentro, crey\u00f3 reconocer al patr\u00f3n; luego comprendi\u00f3 que lo hab\u00eda enga\u00f1ado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, o\u00eddo el caso, dijo que le har\u00eda atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel d\u00eda y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvi\u00f3 comer en el almac\u00e9n.<\/p>\n

En una mesa com\u00edan y beb\u00edan ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fij\u00f3. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inm\u00f3vil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos a\u00f1os lo hab\u00edan reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registr\u00f3 con satisfacci\u00f3n la vincha, el poncho de bayeta, el largo chirip\u00e1 y la bota de potro y se dijo, rememorando in\u00fatiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de \u00e9sos ya no quedan m\u00e1s que en el Sur.<\/p>\n

Dahlmann se acomod\u00f3 junto a la ventana. La oscuridad fue qued\u00e1ndose con el campo, pero su olor y sus rumores a\u00fan le llegaban entre los barrotes de hierro. El patr\u00f3n le trajo sardinas y despu\u00e9s carne asada; Dahlmann las empuj\u00f3 con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el \u00e1spero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco so\u00f1olienta. La l\u00e1mpara de keros\u00e9n pend\u00eda de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parec\u00edan peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, beb\u00eda con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sinti\u00f3 un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, hab\u00eda una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la hab\u00eda tirado.<\/p>\n

Los de la otra mesa parec\u00edan ajenos a \u00e9l. Dalhman, perplejo, decidi\u00f3 que nada hab\u00eda ocurrido y abri\u00f3 el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanz\u00f3 a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que ser\u00eda un disparate que \u00e9l, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvi\u00f3 salir; ya estaba de pie cuando el patr\u00f3n se le acerc\u00f3 y lo exhort\u00f3 con voz alarmada:<\/p>\n

-Se\u00f1or Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que est\u00e1n medio alegres.<\/p>\n

Dahlmann no se extra\u00f1\u00f3 de que el otro, ahora, lo conociera, pero sinti\u00f3 que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situaci\u00f3n. Antes, la provocaci\u00f3n de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra \u00e9l y contra su nombre y lo sabr\u00edan los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patr\u00f3n, se enfrent\u00f3 con los peones y les pregunt\u00f3 qu\u00e9 andaban buscando.<\/p>\n

El compadrito de la cara achinada se par\u00f3, tambale\u00e1ndose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injuri\u00f3 a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageraci\u00f3n era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tir\u00f3 al aire un largo cuchillo, lo sigui\u00f3 con los ojos, lo baraj\u00f3 e invit\u00f3 a Dahlmann a pelear. El patr\u00f3n objet\u00f3 con tr\u00e9mula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurri\u00f3.<\/p>\n

Desde un rinc\u00f3n el viejo gaucho est\u00e1tico, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tir\u00f3 una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclin\u00f3 a recoger la daga y sinti\u00f3 dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo compromet\u00eda a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no servir\u00eda para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez hab\u00eda jugado con un pu\u00f1al, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noci\u00f3n de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pens\u00f3.<\/p>\n

-Vamos saliendo- dijo el otro.<\/p>\n

Salieron, y si en Dahlmann no hab\u00eda esperanza, tampoco hab\u00eda temor. Sinti\u00f3, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberaci\u00f3n para \u00e9l, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sinti\u00f3 que si \u00e9l, entonces, hubiera podido elegir o so\u00f1ar su muerte, \u00e9sta es la muerte que hubiera elegido o so\u00f1ado.<\/p>\n

Dahlmann empu\u00f1a con firmeza el cuchillo, que acaso no sabr\u00e1 manejar, y sale a la llanura.<\/p>\n<\/div>\n","protected":false},"excerpt":{"rendered":"

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