A la izquierda de la foto Saturnino Correa, conocido como “ El águila gaucha”, uno de los pioneros del Paracaidismo Nacional. A la derecha, el Mayor Charles Fry , a cargo del Primer Curso de Paracaidismo Militar en Caída Libre realizado en campos de la Fuerza Aérea. La foto fue tomada en el Aeródromo de Melilla en ocasión de un Festival Aeronáutico donde coincidieron ambos personajes.
«Sonia me ayuda a ponerme el paracaídas. Se para descalza en puntas de pie y se esfuerza en colocarlo en mi espalda. Yo me agacho sonriendo para facilitarle la tarea. Sonia es bajita, rubia y muy simpática. Es una de las alumnas del “Cheda” que espera realizar su primer salto desde hace unos meses.
Estamos en el aeródromo de San José. Es pleno verano y hemos acampado junto al río donde esperamos volver hacia mediodía después de realizar un par de saltos.
Debajo de mi elegante mono blanco tengo puesto el traje de baño. Mi entusiasmo se divide entre el salto y la perspectiva de la fresca corriente en compañía de Sonia y el resto de las alumnas. Nuestro Instructor Saturnino Correa examina con parsimonia mi equipo. El piloto del Cessna 182 matea en short y romanitas debajo de sus alas.”
Me despertó el brusco frenazo de la Kombi al detenerse frente a la Guardia de Prevención de la Escuela. Sentía frío. Siempre sentía frío al bajar de la camioneta abrigada por alientos y modorra y el cálido aroma de un mate cebado en la oscuridad del último asiento.
Nos saludamos sin sacarnos las manos de los bolsillos y caminamos hacia el hangar. Sobre la larga mesa de plegado se apilaban los paracaídas de espalda y de emergencia, las botas y los cascos. Retiramos el velamen desplegado que los cubría en prevención de alguna gotera y nos vestimos en silencio.
Comenzaba a amanecer. Desde la Guardia un toque de tambor.
Cargamos los equipos y caminamos hacia el campo. El cielo era, aún, una sorpresa. La niebla se levantaba y una brisa leve soplaba desde el norte. Estiramos un gran nylon en el suelo y acomodamos los “chutes” encima. El frío del pasto helado me pasó de las botas a los pies y de ahí a todo el cuerpo.
El sonido de un motor en vuelo. El U-17 llegaba puntual.
Como nuestros retorcijones que nos empujaban infaliblemente a los servicios.
Nuestro instructor ya estaba allí. Nos dejaba hacer en silencio.
El Cessna se detuvo sin apagar el motor. Corrimos a sacar la puerta y los asientos. La ráfaga gélida de la hélice nos dio de lleno en el cuerpo. El piloto inmóvil, envuelto en bufandas, levantó su mano a modo de saludo. ¿Quién sería? Lo sabríamos cuando al momento de “cortar motor” hiciera sonar la bocina que anuncia la “pérdida” o por el contrario, no redujese lo suficiente complicando nuestro salto.
– ¡Romero…¡ Miranda!…¡Taboada!… ¡ Se preparan…!
-¡Rápido ¡…¡ Rápido ¡ …¡Rápido!- La voz de Fry, megáfono en mano, sonaba estridente y metálica.
Desde que comenzamos el curso en la Escuela de Aeronáutica, un par de semanas atrás, nos habíamos convertido en espectáculo. Todo el mundo mirando el cielo siguiendo la lenta corrida final del U-17 hacia el punto de salto.
En el centro de ese enorme circo de tres pistas, Charles “Chuck” Fry.
Recordaba vagamente al actor Brian Dennehy. Ancho de espaldas, cabello castaño claro y ojos azules. Era imposible no mirar su pecho donde una constelación multicolor de condecoraciones se extendía simétrica bajo las alas de su insignia de paracaidista.
Un pudor injustificado detuvo siempre mi propósito de preguntarle donde y cuando las había obtenido. De lo que no tenía dudas era que mis superiores se sentían algo abochornados en su presencia. Nuestras honorables y pacíficas medallas, siempre algo exageradas en tamaño, las habíamos recibido por cursos de pasaje de grado, Estado Mayor, años de servicio o en intercambios protocolares de alguna visita a países vecinos.
Creo que en el fondo Fry disfrutaba de esa popularidad silenciosa y reverente.
Cuando un lunes muy temprano entregó dos grandes bolsas llenas de patos al Sargento Primero encargado de la cocina, el gesto multiplicó su prestigio. Los comimos el martes al mediodía con la totalidad de los Oficiales presentes. En la mesa del Director, Fry, circunspecto y amable, volvió a ser centro de todas las miradas.
Nuestro Instructor se había pasado el fin de semana en algún remoto lugar de la Laguna Merín alterando sensiblemente el equilibrio ecológico de los tiernos palmípedos.
No faltaron rumores que afirmaban que todos habían muerto de un certero impacto entre los ojos.
Me arrastré hasta el final de la cabina. Me seguía el Sgto. Romero. Romero era negro. Nunca antes había pensado en la palidez de los negros. Transforman su rostro en una máscara amarillenta y los ojos aumentan su expresión de asombro. Apoyó su espalda en mis rodillas. Después subió un tercero. Y aún, el Jefe de Salto.
Carreteamos. Desde mi incómoda posición divisé algunos cadetes envueltos en sus capotes junto a los salones de clase.
Eran nuestros primeros saltos comandados. El invierno no entraba a la cabina, formaba parte de ella, nos aturdía con el ventarrón helado de la hélice, nos hacía bajar la cabeza, entumecía manos y cerebros.
Iniciábamos la corrida final hacia el punto de salida. Se acercaban empequeñecidos, dormitorios, Plaza de Armas, salones y hangares.
Estábamos atentos a las señales del Jefe de Salto. El indicaría al piloto cuando sacar potencia y ordenaría al primer paracaidista que saliera fuera de la cabina y apoyara sus pies en la rueda y las manos en el montante del ala.
Saltaba el primero. Romero se corrió hacia adelante. De pronto lo vi “planchado” al costado del fuselaje. Me corrí hacía afuera. Esperé la señal y con un ligero envión, para no pegar con mi cabeza en la rueda, me dejé caer.
Por un instante pude mantenerme estable cara a tierra, pero no lo suficiente para llegar a los once segundos en que la velocidad comprimiría el aire y me sostendría como un colchón. Me fui de lado. El pánico se apoderó de mí. Llevé la mano a la anilla y tiré con fuerza. Caía de espaldas. El velamen, arrastrado por el pilotín, comenzó a desplegarse y vi las cuerdas pegando sobre mis botas.
Velamen abierto y silencio. A la izquierda tenía el blanco, una cruz de lona blanca. Fuera del cono de viento todo intento por llegar sería inútil.
Toqué tierra muy lejos, sobre un charco de agua, casi al extremo de una de las pistas. El Capitán Espínola venía hacia mí por entre las chircas del campo. Chueco y fornido, Espínola era el más viejo de nosotros. Detrás de su gesto burlón y recia apariencia, se descubría un hombre reflexivo. Mientras me sacaba el casco me ayudó a recoger el velamen extendido y revuelto antes que el pasto lo humedeciera.
Pocas veces teníamos oportunidad de hablar a solas. Todo el equipo se movía como un solo hombre. Había poco tiempo para charlas que no fueran referentes a la apremiante actividad del curso. Mi mala aproximación nos concedía unos minutos hasta llegar al grupo que divisábamos distante.
– Anoche estuve con el “Instru”- comentó-Y habló bastante.
– ¿En serio? – contesté sorprendido conociendo los sobrios diálogos de Fry poco dado a las expansiones verbales.
-En serio-repitió Espínola- Los capitanes lo invitaron a un “picadillo” en el Casino y el “viejo” aceptó.
– ¿Y como ca… hicieron el milagro?
– Nos ayudó mucho su primo inglés…nos bajamos una botella de “Johnny”- contestó riendo.
“ Hace días que la nieva sobre Corea. Las operaciones de combate están suspendidas desde hace dos semanas. Sin embargo las bajas no dejan de producirse entre los soldados de comunicaciones. Y no precisamente por los soldados norcoreanos. Un enemigo mucho más sutil provoca más daño que el fuego enemigo: las ratas. Día tras día los roedores se comen con sus afilados dientes la recubierta plástica de los cables cortando la imprescindible comunicación entre unidades. Y los soldados deben repararlas. Sus gruesos guantes les impiden sentir los pequeños cortes en la línea. Entonces se los sacan. Recorren cientos de metros buscando con sus manos desnudas los pequeños cortes. Y las manos se congelan. El terrible invierno coreano cobra su precio en dedos y extremidades muertas. No hay día en que un camarada sea trasladado a un hospital de campaña.
Y están las infecciones. Comienzan con una ligera fiebre hasta que es demasiado tarde y los soldados mueren.
Por eso odian a las ratas.
Por las noches, arrebujados en sus abrigos, encienden una vela en medio de la carpa que los cobija. A su lado un trozo de queso. Forman un círculo alrededor de la menguada lumbre y esperan a que lleguen. En sus manos sostienen una pesada Colt 45.”
Se preparaba la segunda vuelta. El Cabo Belkis Alvarez realizaba su primer salto con apertura manual. Respetamos su palidez. Hay algo solemne en la partida de un paracaidista a su primera caída libre.
Estiramos el paracaídas sobre el nylon y comenzamos el tedioso y delicado plegado. El Cessna se alejaba hacia la cabecera. Un tractor pasó arrastrando una cortadora de pasto. Formaba parvas que diseminaba en el campo.
La ambulancia, con chófer y enfermero a bordo, esperaba estacionada a un costado del hangar.
El cielo se cubría de nubes altas. La brisa aumentaba. En el horizonte se acumulaban los cúmulos. Crecían oscuros. Allá arriba el avión iniciaba la corrida final. Suspendimos la tarea. El Cessna se acercaba silencioso al punto de lanzamiento. Un pequeño punto se desprendió de bajo sus alas. Una mancha blanca y roja se frustró en su apertura. Un giro anormal de un cuerpo que caía vertiginoso. El velamen se desplegó en dos partes cruzado por una o varias cuerdas. Alvarez caía en un violento péndulo. Debía accionar su paracaídas de emergencia.
Otra seda blanca se separaba del vientre de Alvarez.
Pero tampoco llegó a abrirse.
Llevado por la velocidad y el giro la tela se arrolló alrededor de su cuerpo cubriéndolo totalmente.
El chófer de la ambulancia, distraído en la cabina, charlaba con el enfermero.
– ¡Ambulancia!… ¡Ambulancia! – clamó Fry apuntando con el megáfono al desprevenido chófer.
Desde la Torre de Control aullaba la sirena.
Lo vimos pasar por última vez cayendo velozmente ya muy próximo a la tierra.
Acompasábamos el lento paso de Fry hacia lo irremediable.
Rodeando el lugar una pequeña multitud silenciosa e inmóvil se abrió dejándonos paso. De pronto un murmullo creciente se transformó en gritos y exclamaciones. Y entonces lo vimos.
Sostenido por el enfermero, Alvarez avanzaba entre risas y lágrimas a nuestro encuentro.
La parva sobre la que había caído volvía a ser pasto seco que el viento dispersaba.
En seguida vino la lluvia. Y ese día ya no paró.
Prematuramente oscurecida por la tormenta la mañana se hizo noche.
La “Kombi”, como un vientre cálido y seguro, nos regresaba a al ciudad.
Sobre el techo metálico la lluvia se deshacía en torrentes.
Elbio Firpo.