La confianza en sí mismos de los atenienses en su guerra contra los espartanos nunca había sido tan grande, y así lo expresaba Tucídides:
Eran diez mil los hombres de guerra solo de los atenienses, sin contar tres mil hombres que estaban en Potidea, y sin los moradores de los campos, que se habían retirado a la ciudad, y que salieron con ellos, los cuales serían hasta tres mil, muy bien armados. Además había gran número de otros hombres de guerra armados a la ligera. Todos ellos, después de arrasar la mayor parte de la tierra de Megara, volvieron a Atenas.
Ese iba a ser el último invierno de gloria de Pericles. Elegido para pronunciar el discurso anual en el funeral público por los caídos en guerra, amigos y familiares dieron, durante tres días, el último adiós a los restos de sus seres queridos. Formaron el cortejo fúnebre los deudos –incluidas las mujeres que acompañaban los ataúdes de ciprés-, uno por cada tribu, además de un féretro vacío que representaba a los desaparecidos en combate. El cortejo serpenteó hasta el panteón público del Cerámico, donde Pericles, subido a una tarima, pronunció el discurso más influyente de la historia de Occidente. Su elogio de los valores democráticos y amor a la libertad, por los que habían dado la vida todos los muertos de guerra de aquel año, ha inspirado desde entonces innumerables panegíricos, incluido el discurso de Gettysburg, de Abraham Lincoln. Pericles se dirigió a los deudos de todas las clases sociales:
Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más bien somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender el gobierno de pocos, sino de un número mayor; de acuerdo con nuestras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las disensiones privadas, mientras según el renombre que cada uno, a juicio de la estimación pública, tiene en algún respecto es honrado en la cosa pública; y no tanto por la clase social a que pertenece como por su mérito, ni tampoco, en caso de pobreza, si uno puede hacer cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su fama.
Sin embargo, el orgullo que los atenienses sentían por ellos mismos, por su ciudad y su vasto imperio, estaba a punto de enfrentarse al mayor desafío de la historia. Durante la primavera siguiente, cuando los espartanos volvieron a invadir el Ática, una epidemia temible que se transmitió por el agua corriente, y exacerbada por el hacinamiento en el que estaban confinados intramuros, entre las murallas de la ciudad, diezmó la población de Atenas. No consiguieron paliarla ni los médicos ni las plegarias a los dioses. Pericles y sus hijos legítimos murieron a causa de la peste. Tucídides, uno de los pocos que la contrajo y, a pesar de ello, sobrevivió, hizo una descripción espeluznante de los síntomas.
Tras la muerte de Pericles y durante todo el último cuarto del siglo V a.C., los atenienses sufrieron diversas catástrofes: la derrota frente a los espartanos, y dos grandes pérdidas, temporal una (la democracia) y permanente la otra ( la mayor parte de su imperio). El inmenso derroche de recursos humanos fue otra de las consecuencias, ya que entre 411 y la ejecución de Sócrates en 399, se condenó a muerte a cientos de atenienses que se encontraban en lo mejor de su vida. Una vez recuperados de la peste, los habitantes de Atenas se reagruparon y vencieron en la batalla de Esfacteria (425 a.C.), a las órdenes el popular Cleón. Sin embargo, los espartanos los pusieron en aprietos en Tracia, al cabo de siete años, lograron una victoria brillante sobre Atenas y sus aliados del Peloponeso, sobre todo los argivos, en la batalla de Mantinea, en el Peloponeso central. Los espartanos perdieron trescientos hombres, pero en el lado ateniense cayeron más de mil. Este suceso marcó el fin de las ambiciones atenienses en el Peloponeso y justificó la decisión de mirar hacia el oeste con la intención de conquistar Sicilia. Si lo conseguían, sería un golpe maestro. Siempre habían codiciado Sicilia, en parte porque era preponderantemente doria y, por lo tanto, proclive a apoyar a Esparta, pero también por sus tierras fértiles y la riqueza de su vida cultural, sobre todo en Siracusa, la ciudad más grande, dos factores que la hacían aún más atractiva.
Desgraciadamente para los ciudadanos de Atenas, el plan de dominar Sicilia acabó en una derrota total en 413 a.C. La aniquilación de casi todos los varones en edad de combatir fue un golpe brutal para Atenas. Al cabo de dos años, una violenta sublevación de signo oligárquico acabó con la democracia e instauró un gobierno de apenas cuatrocientos hombres que, sin embargo, no tardó mucho en caer. Asumieron el poder cinco mil hombres hasta que en 410 a.C. se restituyó la democracia en medio de enconos, disputas y ejecuciones. Con la rendición a los espartanos finalizó la Guerra del Peloponeso en 404 a.C. Atenas, luego de restaurada la democracia en 403 a.C., siguió siendo independiente hasta 338 a.C., pero nunca recuperó la riqueza y el poder imperial que había tenido con Pericles.