En diciembre del 44 a.C., el hombre de cabellos grises se encuentra de nuevo en el foro de Roma, para una vez más invitar al pueblo romano a que se muestre digno del honor de sus antepasados. Co sus catorce Filípicas fulmina a Antonio, el usurpador, que ha negado la obediencia al Senado y al pueblo, consciente del peligro que supone erigirse sin armas en contra de un dictador que ya ha reunido a sus legiones dispuestas a avanzar y a matar. Pero quien quiere incitar a otros a que sean valerosos sólo resulta convincente si el mismo demuestra en modo ejemplar ese valor, Cicerón sabe que ya no se bate ociosamente con palabras como lo hiciera en otro tiempo en ese mismo foro, sino que, para convencer, esta vez ha de empeñar la vida. Decidido, desde la rostra, la tribuna de los oradores, confiesa: “Cuando era joven defendí ya la república. Ahora que me he hecho viejo, no la dejaré en la estacada. Estoy dispuesto a dar mi vida, si con mi muerte se puede restablecer la libertad en esta ciudad. Mi único deseo es, al morir, dejar atrás un pueblo de Roma libre. Los dioses inmortales no podrían concederme mayor favor.” No queda tiempo, demanda enfático, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, que, aun siendo pariente de sangre y heredero de César, representa la causa de la república. Ya no se trata de hombres, sino de una causa, la más sagrada –res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur-. Y la causa ha llegado a la última y más extrema de las decisiones. Se trata de la libertad. Pero donde ese bien inviolable, se ve amenazado, cualquier titubeo resulta perverso. Así el pacifista Cicerón reclama que los ejércitos de la república enfrenten a los de la dictadura. Y él que, como más tarde su discípulo Erasmo, por encima de todo odia el tumultus, la guerra civil, solicita que se declara el estado de excepción para el país y se dicte el destierro contra el usurpador.
En esos catorce discursos, desde que no actúa como abogado en procesos dudosos, sino como defensor de una causa noble, Cicerón encuentra palabras verdaderamente grandiosas y ardientes. “Que otros pueblos vivan, si ese es su deseo, en la esclavitud”, exclama ante sus ciudadanos. “Nosotros, romanos, no queremos. Si no podemos conquistar la libertad, dejadnos morir.” Si el Estado ha llegado realmente a la más extrema de las humillaciones, entonces a un pueblo que domina el mundo entero le corresponde actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud. Mejor morir haciendo frente a los enemigos que dejarse matar. “Mejor morir con honor que servir con ignominia”.
Con asombro, el senado escucha atentamente. También el pueblo reunido escucha con atención esas Filípicas. Algunos quizás se den cuenta de que será la última vez a lo largo de siglos que semejantes palabras puedan pronunciarse libremente en el mercado. Allí, pronto no habrá más remedio que inclinarse como un esclavo ante las estatuas de mármol de los emperadores. Sólo a los aduladores y a los delatores se les permitirá un cuchicheo insidioso, en lugar de la libertad de palabra que en otro tiempo reinara en el imperio de los Césares. Un estremecimiento recorre a los oyentes, mitad miedo y mitad admiración por ese hombre viejo que, solo, con el valor del desesperado, defiende la independencia del hombre de espíritu y el derecho de la república. Vacilantes, le apoyan. Pero tampoco la rueda pirotécnica de las palabras puede ya enardecer la podrida estirpe del orgullo romano. Y mientras en el mercado, este idealista solitario predica el sacrificio, quienes sin escrúpulo detentan el poder en las legiones cierran a sus espaldas el pacto más deshonroso de la historia de Roma.
El mismo Octavio, al que Cicerón ha ensalzado como el defensor de la república, el mismo Lépido, para el que solicitara al pueblo de Roma una estatua por sus servicios, porque los dos se habían retirado para eliminar a Antonio, el usurpador, ambos prefieren negociar en privado. Como ninguno de los cabecillas, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, es lo suficientemente fuerte para apoderarse por sí mismo del imperio romano, como si se tratara de un botín personal, los tres enemigos jurados están de acuerdo en que es mejor repartirse la herencia de César en privado y entre ellos. En lugar del gran César, Roma tiene de la noche a la mañana tres pequeños Césares.
Se trata de un momento decisivo en la historia universal, pues los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, se unen para formar un triunvirato y dividir al imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera. En una pequeña isla, cerca de Bolonia, Antonio, Octavio y Lépido permanecen durante tres días reunidos, sin testigos. Tienen que ocuparse de tres asuntos. Sobre el primero –cómo han de repartir el mundo- se ponen al instante de acuerdo. Octavio recibirá África y Numidia, Antonio Galia. Y Lépido Hispania. Tampoco la segunda cuestión les plantea demasiadas preocupaciones: cómo reunir el dinero para pagar la soldada Que desde hace meses deben a sus legiones y a la canalla de sus partidos. Este problema se resuelve con ligereza, siguiendo un sistema a manudo imitado desde entonces. A los hombres más ricos del país se les arrebatará su fortuna y, para que no puedan quejarse en voz demasiado alta, al mismo tiempo se les quitará de en medio. Cómodamente sentados a la mesa, los tres hombres redactan una lista, la notificación pública de los nombres de los proscritos, los dos mil hombres más ricos de Italia, entre ellos doscientos senadores. Cada uno nombra a aquellos a los que conoce, añadiendo también a sus enemigos y adversarios personales. Con un par de rápidos trazos, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, ha despachado también la económica.
Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inextirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre ha reconocido su auténtica naturaleza y le ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.
Octavio, asustado se niega. Como hombre joven, aún no del todo endurecido ni envenenado por la perfidia de la política, se resiste a empezar su mandato eliminando al escritor más célebre de Italia. Cicerón ha sido el más fiel defensor de su causa. Él le ensalzó ante el pueblo y ante el senado. Hace pocos meses Octavio aún pedía humildemente su ayuda, su consejo, tratando al anciano con respeto como su “verdadero padre”. Octavio se avergüenza y persiste en su posición. Con un acertado instinto, que le honra, no quiere entregar al más ilustre artífice de la lengua latina al oprobio del puñal de unos asesinos a sueldo. Pero Antonio insiste. Sabe que entre el espíritu y el poder hay na rivalidad eterna, y que nadie puede ser más peligroso para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha tras la cabeza de Cicerón. Al fin cede Octavio, y así el nombre de Cicerón remata el documento probablemente más deshonroso de la historia de Roma. Con esa única proscripción es con la que en realidad se sella la sentencia de muerte de la república.
5ta. entrega: El final de Cicerón