La próxima herida

Bostezaba, tímidamente, todavía el año cuando Puerto Fraga volvía a nacer. Renacía lentamente porque la primavera se frotaba las manos prontita para entrar y ya se empezaba a sentir, cada vez más fuerte, el aroma a los claveles. Entonces, todo el mundo recordaba porque se llamaba Fraga, porque esa fragancia no se había apartado jamás del puerto, porque ningún barco pudo, ni siquiera por un ratito, seducirla.

Puerto Fraga tenía tantas heridas como suspiros regala un enamorado; es que cada vez que se le iba un hijo, o un padre, o un hermano, se le ponía el alma triste, hasta más vieja y eso no se cura con medicinas ni con los jarabes coloridos de cada Marzo.

No tantas quizás, pero si muchas, eran las cicatrices que intentaba disimular a diario Don Javier. Ya eran cicatrices porque se había encargado, casi sin querer, de cerrar cada uno de los cortes que se le fueron abriendo con la huida del siglo. Con algunas se las arreglaba de maravilla pero había de las otras, de las más rebeldes, y era imposible, impensable mas bien, poder esconderlas y por momentos se le escabullían y lo obligaban… Lo forzaban a librarse de alguna historia cortita pero triste de las tantas que lucía su piel, tan solo para calmarlas, para saciarlas por un tiempo.

Don Javier, o Javito, como todo Puerto Fraga solía llamarle, era un hombre de palabras y acciones claras. Se le había contagiado la pureza del agua donde había aprendido a querer su tierra y a añorar la otra. Se le había filtrado en la sangre un amor por Puerto Fraga que siempre pudo más, que siempre lo mantuvo abrazado y que lo soltaba solo de vez en cuando, por las noches, cuando el hombre cree ser dueño de su destino.

Javito, un poco loco según algunos, medio sabio según otros, fue siempre un hombre solitario, sin embargo, nunca estuvo en soledad y siempre, siempre tuvo con quien hablar.

A sus setenta y tantos años tenía la mirada quebradiza porque había visto demasiadas partidas y ninguna fue la suya y porque los años, cuando se recuestan sobre los sueños hasta aplanarlos, quiebran el alma sin avisar.

Pero Javito era un aventurero y a veces se animaba y zarpaba hacia aquella tierra lejana del otro lado de todo y de todos. Se animaba y formaba parte de aquel inmenso reloj de arena que de a poquito se iba vaciando de un “hemisferio” mientras se poblaba del otro. Se animaba y se subía a aquellos barcos de dos pisos y conversaba con italianos y otros españoles, y en cuanto llegaba salía en busca de empleo, o de tierras, y a veces, solo a veces, hasta se enamoraba.

Pero Javito era mucho mas un soñador que un aventurero, por eso quizás, o por su conexión casi mística con Puerto Fraga, jamás emprendió la retirada que tantos habían ensayado.

El puerto, su casa de mente; una construcción precaria pero acogedora, su casa de cuerpo; es que hasta los soñadores se cansan de tanto soñar y necesitan una almohada donde reposar la ilusión. Allí, donde acostumbraba entretenerse un poco con el aroma y otro poco leyendo historias de viajeros, guardaba casi paradójicamente una valija de cartón repleta de sus mejores ropas.

Porque Javito, Don Javier, había pasado más de cincuenta años soñando todas las semanas con su partida, siempre estuvo preparado pero jamás se animó. En realidad, nunca estuvo preparado y él lo sabía, como esas cosas que se sienten y que hacen mucho ruido pero no se quiere escuchar.

Aquella valija era su vida, tenía guardado sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas, todo, hasta tenía guardadas historias que le había escuchado soltar a Don Javier – ella nunca se atrevió a llamarlo Javito – algunas noches en que el aroma era demasiado fuerte y hasta tornaba difícil el sueño. Esa valija…, esa valija lo tuvo guardado a él durante mas de medio siglo y nadie se dio cuenta.

Al poco tiempo de su muerte, Puerto Fraga descubrió aquella valija, en aquel rincón empolvado en viajes, en aquella construcción precaria y perdida pero cálida, y supo al instante que la próxima herida tenía nombre.

I.E.

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