Algo me despertó a la medianoche. Lo supe por la esfera fosforecente del reloj. Reconocí entonces los silbidos y explosiones de los cohetes. No me moví de la cama. Por las persianas bajas y las puertas cerradas la nochebuena no se atrevería a entrar. El tubo descolgado del teléfono me prevenía contra alguna llamada perdida. Temía por esas voces que desde alguna parte pretenden contagiarnos su alegría anual de pan dulce y espumante.
Mi tercera nochebuena solo. Lo admití sin dramatismos, casi acostumbrado, con un lejano dolor de infancia cuando era realmente nochebuena.
La mesa compartida con los tíos que preparaban la gran ensalada de frutas. Mi hermano mayor liderando la quema del judas sobre los adoquines de la calle. En el fondo de la casa, bajo la higuera, totémico y rechoncho, el barril de cerveza agudizaba la sed de los parientes.
Nosotros corríamos desde la puerta la fondo. Nos deteníamos frente al “arbolito” que mi prima “ que estudiaba para maestra” se encargaba, año a año, de adornar Sobre un pedazo de espejo se reflejaban cisnes desproporcionados y en el pesebre vacío hasta las doce, la virgen Maria esperaba el nacimiento
Recordé nochebuenas más recientes. Festejábamos sobre la gruesa alfombra de nuestro apartamento amplio y confortable, lleno de selectos familiares y amigos donde no figuraban mis padres. Siempre presentí lo transitorio de aquellas amistades elegantes que no tardaron en desaparecer.
Todos hemos quedado solos. Mis hijos y yo. Mi mujer y mi suegra siempre lo estuvieron pero no les importaba.
Por eso extraño la infancia de mis nochebuenas. Las que no pude entregar a Esteban y Virginia. Con la higuera y mis tíos humildes y un fondo de hinojos, dalias y pitangas.
Ni siquiera un tío. Hermano que recuerdo con una admiración que el tiempo transformó en incomprensión. Las pequeñas cosas. Los aviones de plástico que me compraba en la farmacia “Mercurio”. Las noches compartidas en nuestro cuartito de techo de zinc. Tan cálido con su vieja radio y la estufa que mi padre había construido con grandes lámparas en desuso.
Pero por sobre todo recuerdo la lluvia. Caía sobre el parral que se extendía sobre los techos. Después, las gotas golpeaban el zinc. Mi hermano leía.
Afuera el jardín en sombras multiplicaba la seguridad de nuestro refugio Hablábamos. A veces el cuarto era solo mío y también la radio. Fijaba hipnóticamente mis ojos en el dial que irradiaba una luz tenue y dejaba que Humberto Nazzari me llevara con su voz a la medianoche del domingo
A veces creo que no crecí. Que me quedé en aquel mundo imposible mientras los años pasaban. Y cuando todos se fueron, mis padres, mis hermanos, mi mujer, no quise comprender que era un adulto.
Y sobre viejas fotos y pequeñas cosas sobrevivientes de un mundo desaparecido, dejé caer el ancla.
Las palomas detenidas por una máquina de cajón en el Prado, invierno del 39, mi madre sostenía en brazos a mi hermano, yo existiría cinco años después.
La conservo como una cosa mágica. Con una lupa distingo nuevos detalles en la sonrisa de mi madre, en su largo tapado, en el inmóvil aleteo que envuelve a mis dos seres queridos. Cuesta creer que sea el mismo adulto que tan certeramente coloca sus frases para desarticular mi debilitada estructura sicológica. –Que solo te vas a quedar hermano- me dijo una tarde lluviosa dentro de su Mercedes cuando hablamos de mi divorcio.
Y me acordé de mi padre en otra tarde, largo pelo blanco, tendido en su cama de moribundo, tan humorísticamente cruel para consigo mismo, ojos tan claros en la desolación.
– Roberto me dijo que tengo cáncer
Y nos vimos reflejados en el espejo de la cómoda donde encontré mi imagen muy parecida a la suya.
Pero hoy es nochebuena.
Ayer salí a comprar los regalos para Esteban y Virginia. Aparté los recuerdos y partí para el Shopping.
Y allí estaban ellos. Como en una playa donde llegan los restos de un naufragio. Rostros apenas avejentados que una vez formaron parte de nuestro pequeño y frágil universo.
Nos cruzamos sin vernos en un acuerdo tácito por mirar hacia otro lado.
Ya los arrastraba la corriente de la escalera mecánica. De pronto me avergonzaron los regalos que llevaba en mis manos.
Y la cruda luz del Shopping que no dejaba esconder mi bochorno.
Vinieron de tardecita y se acomodaron en los sillones demasiado grandes para ellos.
Buscaron los regalos que había escondido en el dormitorio y dentro de los placares. Después me besaron. Virginia con sus besos húmedos y su abrazo de manos grandes.
Cuando se fueron dejé cintas y papeles donde habían quedado.
Corrí las cortinas sobre las bengalas, las ventanas iluminadas y los arbolitos destellantes.
Pero no pude evitar que algo me despertara a la medianoche. Quizás ese reloj sicológico que nos señala desde la infancia lo sacrílego de estar dormido a esa hora.
Esperé un largo rato y cuando el silencio se hizo, entre portazos de autos y despedidas, abracé la almohada y me quedé dormido.