Una extraña interrogante desvela mis sueños de octogenario y mis horas de vigilia. Sueños y voces que me adjudican mi
condición de abuelo y repiten mi nombre con insistencia sumiéndome , al intentar reconocerlas, en una
angustia profunda. Soy el primero en admitir los achaques de mi edad. La memoria me juega malas pasadas y
evito preguntar a quienes viven conmigo por no molestarlos, a veces porque no recuerdo sus nombres, otras porque sus rostros
me devuelven un silencioso hastío. Es el mismo silencio de mi propio cuarto, donde finalmente, con una -¿alegría triste?- descubrí
mi memoria. Una memoria sepia y sorprendentemente clara. No cometí el error de comentar el asunto con quienes convivo.
Alguna sorpresa debió causarles. Ya no camino por la casa. Permanezco la mayor parte del tiempo en mi cuarto y al parecer, por
el entusiasmo de sus voces, mi decisión les satisfizo.
A medida que rememoro los detalles aumenta mi entusiasmo.He descubierto algo extraordinario que nadie creería ¿como explicarlo en
términos racionales? Sucedió una tarde de profunda introspección. Mi abuelo materno me llevaba de la mano por un Prado que me
parecía inmenso. Yo tendría dos años. El sueño o la visión me era particularmente grata y me sumía en ella a menudo. Pero de pronto,
como saliendo de una imposible película muda, escuché la voz de mi abuelo, sentí sus brazos cuándo me levantaba para cruzar una pequeña
zanja y percibí el fuerte olor a tabaco de pipa que impregnaba su gruesa humanidad.
Profundo y maravilloso secreto que no develaré nunca.
No tardé en repetir la experiencia con mi abuelo paterno.El abuelo Luis era todo lo opuesto a Don Blas, que no salía a la calle sin saco, chaleco,
el grueso reloj con cadena y la inevitable pipa. Vivía en el Paso Molino donde solíamos almorzar en familia. A las dos de la tarde, cruzando su
pecho con el estuche de sus largavistas, se miraba en el espejo y partía a Maroñas.
Ayer precisamente estuve con él. Es el único de los mayores que me deja entrar al gallinero recoger los huevos y jugar con los pollitos. Mi
padre nos tomó una foto. Mi abuelo no huele como Blas. Tampoco usa zapatos. Las zapatillas y un viejo overol son su indumentaria. Pero a
mi me gusta que me abrace. A veces huele a hinojos que crecen en aparente descuido, otras a rosas que cubren todo el frente de la casa, o en
verano a uvas que, en improvisados parrales, se extienden sobre el techo.
Pero anoche sucedió algo horrible. Ellos entraron a mi cuarto interrumpieron mi charla con mi abuelo Blas y sin mediar palabra alguien de
túnica blanca me pinchó un brazo. Una luz incandescente se llevó el sepia protector y una pléyade de niños desconocidos y vociferantes me
gritaban ¡ Abuelo ! ¡Abuelo! Mientras lejanos rostros, apenas reconocibles, incitaban al desafinado coro. Y corrí asustado alejándome de la
la luz y el tumulto en llanto incontenible. De pronto todo quedó en silencio envuelto en el tenue y amigable resplandor sepia. Y entonces
comencé a sentir frio. Claro, estaba con mis pantaloncitos cortos y las sandalias sin medias. Mi saquito de lana lo tenía mi abuelo Blas.
Pero ya no estaba a mi lado. Lo llamé muchas veces pero no me respondía. Entonces decidí caminar hacia la playita que pocos conocen
en una de las laderas del Cerro. Estoy seguro me espera. Me prometió que desde allí, con unos amigos que tienen un bote, llegaríamos hasta un
barco de guerra que se hundió hace mucho.
Y yo le creo.
Elbio Firpo
Junio 2023