Las motos – Elbio Firpo

«A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta
del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él-
porque para si mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo.
La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.”
La noche boca arriba.
Julio Cortazar
                                           Las motos
Se extendían sobre una vieja frazada en la esquina de 21 de Setiembre y Ellauri.
Sábado. Feria de Villa Biarritz. Lloviznaba. La gente pasaba sin detenerse frente a
aquella maravilla que me tenía absorto. No menos de veinte motos del tamaño de
una mano se extendían a mis pies entre húmedos brillos de cobre, bronce y acero.
Cada una de ellas una minúscula y fascinante réplica.
El hombre que las custodiaba, poncho y sombrero negro, sentado en el suelo, con 
expresión ausente, accedió a mi gesto y elegí, con duda infantil, una de ellas.
Pese a su pequeñez su peso era apreciable y la belleza de su construcción aumentaba
en los detalles de las múltiples piezas ensambladas.
– Me llevo esta- dije sin preguntar el precio- y esta otra también- agregué presuroso 
como si alguien, surgiendo de la indiferente multitud, pudiera arrebatármela.
– ¿Cuánto se debe?- pregunté dispuesto a pagar en mi arrebato lo que fuera menester.
La cifra era increíblemente irrisoria y me alejé feliz con las motos incluidas en la bolsa
de la panadería junto a los pasteles todavía tibios. Pero no fui muy lejos. Algo me obligó a
regresar junto al impávido vendedor que parecía desconocer el valor de su propia mercancía.
Y elegí otras dos. Y otra vez le pregunté por el precio y obtuve la misma respuesta. Y entonces
le dije si sabía que un juguete chino de ínfima calidad costaba cinco veces más de lo que él 
ofrecía por esa suma. Extendió sus manos hacia mi con las dos motos envueltas en papel 
de diario y con un rictus que le dio a la boca un aspecto parecido a una sonrisa me respondió:
– Gracias señor- y bajó la cabeza. La llovizna arreciaba. El agua corría por su sombrero hacia
su poncho empapado.
Emprendí el regreso con esa lluvia impenitente que dificultaba mi paso y enfriaba mi ánimo.
 Arrastro desde hace muchos años una de mis piernas y no suelo alejarme mucho sin la ayuda de
 un bastón. Precaución que suelo abandonar por la presuntuosa y vana intención de ocultar mis 
 ochenta años. Me quedaban todavía dos cuadras largas hasta mi apartamento y sentía la humedad
creciente en la pernera de mi pierna inválida. Pero el peso estimulante de mi bolsa de panadería
recomponía mi temple.
Apenas llegar acomodé las motos en la mesa del comedor. Pasé mucho tiempo buscando las
mejores posiciones. El  efecto era magnífico en las que predominaba el cobre. Sin 
embargo, las aceradas, más compactas y recias, consolidaban la perfección del grupo.
La peripecia de las motos, la lluvia y la mojadura, me costaron una semana en cama, fiebre y
un persistente dolor en mi pierna.
Levemente recuperado volví a la esquina de 21 y Ellauri con el propósito de incrementar mi colección
de motos. Dura decepción. En lugar de las motos un vendedor de bufandas, medias y gorras de
lana. Le pregunté por el vendedor de motos. Me miró raro. Creo que evitó algún comentario soez
al verme tan viejo, solo dijo que en los años que viene a la feria nunca vio a nadie vendiendo motos.
No me rendí. Conozco al vendedor de flores desde hace años instalado frente al bar Che Piñeiro,
un hombre joven con el cual tengo cierta confianza. Su respuesta, aunque dudando un poco al ver mi
rostro alterado, fue la misma. Recorrí toda la feria durante dos horas. Me detenía especialmente en los
pequeños puestos de artesanos. Mates, artesanías varias, uno en particular que ofrecía juguetes,
barquitos y aviones, hechos con chatarra. Imaginé que el hombre, sin duda, un soldador, debería tener
información sobre alguien de su oficio. Movió la cabeza negativamente y me aseguró que no recordaba,
en sus largos años de profesión, haberlo conocido.
A la decepción y el cansancio, se agregaba el duro menoscabo anímico que me incluía, esa es mi
convicción, en el getho imaginario donde la sociedad ubica a los ancianos. Detrás de un vidrio.
La pandemia lo consolidó socialmente. Todos tenemos invariablemente un toque de Alzheimer y sus
rasgos de humor, principalmente, respondían a esa causa. La inteligencia ya no era atributo de los
gerontes. 
La fiebre volvió por sus fueros y el dolor en mi pierna se acentuaba.Pasaba la mayor parte del tiempo
leyendo al borde de la mesa del comedor en cuyo centro se alineaban mis motos.Cada tanto levantaba
la mirada y la posaba sobre mis cuatro pequeños ídolos e, increíblemente, cedían los dolores de mi
pierna y se aquietaba mi menguado ánimo.
Pero un día ya no pude levantarme. No entraré en detalles de mi decadencia. Imagino que fue muy
larga. Solo mi viejo y querido amigo , portero inmemorial del edificio, puede saberlo.
Es hora de decir que todo ha terminado y debo contarlo aunque las circunstancias puedan resultar
de dudosa comprensión.
Hace un par de noches, a pesar de los fuertes analgésicos y somníferos que me sumen en un sueño
profundo, me desveló un persistente zumbido, destellos lumínicos y fuerte olor a combustible que 
provenían del comedor. Temiendo un incendio me levanté del lecho con infinito esfuerzo y me asomé
con precaución.
La moto cobreada, mi preferida, con inusual tamaño, ocupaba el centro del comedor, el acelerador al
tope expelía vapores de combustible con potentes motorazos. Los postigones de madera de la única
ventana que tiene mi apartamento del octavo piso, abiertas de par en par. Algo debía suceder porque
jamás la recordé abierta. De pronto, sin darme cuenta, me encontré sentado en el asiento trasero
de la moto con un piloto invisible atravesando el amplio hueco de la ventana abierta.
En el vértigo del ascenso inesperado la ciudad toda, se iba achicando.
Por suerte, antes de perderlo de vista, pude ver en la puerta de mi edificio a mi amigo, el portero,
con un grupo pequeño de vecinos al lado de un coche negro.
 
Elbio Firpo
Julio 16 del 2023

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