Cuando mis padres encontraron el folleto pornográfico que se había deslizado del bolsillo
de mi pantalón en un descuido imperdonable, mi agobio y vergüenza fueron indescriptibles.
Mi padre blandía el ajado folleto abanicando mi rostro con fiereza- ¿Y tu hermana?- me espetó
seguidamente- ¿No pensaste en tu hermana? ¡Y en pleno corredor! ¿Y si lo encontraba? ¿Hé?
¿ Y si lo encontraba ? Repitió otra vez mientras deshacía el ajado panfleto ferozmente. Finalmente
para mi relativa tranquilidad, me dio la espalda y se alejó hacia el fondo.
No tardaron mis tías, que convivían con nosotros, en hacer su piadosa aparición no exenta de cierta
aversión. Lo notaba por sus miradas y la distancia que mantenían de mi persona, inocultable a pesar
de la expresión amable de sus rostros. Mientras me aconsejaban acerca de los beneficios del catecismo
y la guía y consejo del Padre Petrus, no perdían de vista mis manos como si estuvieran contaminadas.
El diablo no deja de tentarnos con imágenes y lecturas para llevarnos al infierno- afirmaba mi tía Cata-
la mayor – si caemos en su ardid estaremos perdidos para siempre.
– Querido sobrino- finalizó con dramatismo- ¡ La Biblia!…¡Solo La Biblia !
Durante muchos años aquel episodio me hizo sentir culpable de algo sin saber con certeza , que era
ese algo. La severa obligatoriedad de la catequesis, orgánica y sistemática , para iniciarnos
en la plenitud de la vida cristiana, y sobre todo el pecado y la culpa, que descubrí con sorpresa,
venían incluidos en mi cuerpo como mi ombligo, solo que eran invisibles.
Mi última relación con la iglesia terminó con la comunión y la inevitable fotografía mirando con expresión
piadosa el lente de la cámara. Mis manos de guantes blancos sosteniendo un misal nacarado y
el crucifijo pendiente de un largo rosario. Eran tiempos en que la gente detenía su paso y se persignaba al
pasar frente a un templo, a la obligatoriedad de la misa dominguera y la confesión que nos liberaría de los
pecados de la semana. Una pantomima entre nuestra niñez, no tan pura, y el sacerdote de turno, al que
jamás confiaría el menos atrevido de mis sueños que la cercana pubertad nos regalaba.
Han transcurrido setenta años de cometido mi pecado venial, que según la Teología católica, significa
«desobedecer la ley moral en materia grave, pero sin pleno o ningún conocimiento.»
He rumiado mucho sobre este asunto. Utilizo el término bíblico “rumiar” porque para los padres de la espiritualidad monástica significa textual: “ detenerse, un descanso vigoroso pero tranquilo que nos permita describir
el trabajo de meditación interior para aplicarse y alimentar diariamente su vocación”. El término, aunque
suene algo azaroso, tiene su origen en la doble digestión de los vacunos. Cosa que no está en nuestro
ánimo discutir.
En esos setenta años recuerdo el “Prohibido para menores de 18 años” en los programas de cine.Las
advertencias del Bien Público, periódico cristiano que sobrevivió desde 1878 a 1963, enmarcando en
letras negras aquellas películas que, aún siendo aptas para todo público, la dirección las consideraba
nocivas y recomendaba a los padres la prohibición correspondiente. La famosa “Franja Verde” que alertaba
sobre los carteles lúbricos en las puertas de los cines , ubicando en el primer puesto de lugares infernales,
al cine Hindú en Bartolomé Mitre entre Buenos Aires y Reconquista, dedicado únicamente al cine erótico y
lujurioso. Nunca me arrepentiré de haber concurrido al Hindú con mi amigo Omar, de pantalones cortos,
cuando teníamos diez años.
Muchas cosas han cambiado en siete décadas. Algunas pesadas losas se han abierto y desde su oscuridad
surge el denso perfume del incienso. Y el sol, tímidamente, comienza a iluminarlas .
Y en este rumiar en busca de una improbable inocencia que me libere de la mácula que arrastro
desde los diez años, algo he descubierto.
Siempre llamaron mi atención los monaguillos. No por querer serlo, sino por la seriedad puesta en su
trabajo domingo a domingo y por el respeto que despertaban en los mayores. Los imaginaba como los futuros
padres de la iglesia inmersos día tras día en la aburrida lectura de la Biblia mientras yo, lo confieso, con mis
ochenta años, solo pensaba en el intercambio de revistas porno con tres amigos convencidos de que teníamos
un lugar asegurado en el infierno.
Y lo descubierto- aunque parezca controversial- fue en la Biblia.
Descubrí que mis tías jamás la habían leído. Se paseaban con ella en sus manos pero solo repetían los
sermones domingueros del oficiante, el padre Petrus. Después volcaban en su pecaminoso sobrino,
los horrores del averno que me esperaban de seguir las lecturas prohibidas.
En su absoluta credibilidad e inocencia, desconocían, que el sagrado texto, contenía diálogos como el
que fui descubriendo:
“Y, dijo la mayor a la menor: Nuestro padre es ya viejo, y no hay aquí hombres que
entren a nosotras, como en todas partes se acostumbra. Vamos a embriagar a
nuestro padre y a acostarnos con él, a ver si tenemos de él descendencia”.
Génesis 19, 31-32. ( Se refieren a las hijas de Lot)
O como estas otras:
“ Sara, estéril, lanzó a su marido Abraham en brazos de su esclava egipcia Agar.”
Génesis 16,2
“ Jacob se casó al mismo tiempo con las dos hermanas, Raquel y Lía, que
cuando se volvieron estériles facilitaron a sus maridos a sus esclavas Bala y
Zelfa, para que engendrara hijos con ellas.”
Génesis 30,1-13.
“Bala no era solamente la amante de Jacob ya que también se acostaba
con su hijo Rubén.”
Génesis 35, 22.
“ Tamar se casó sucesivamente con los hermanos Er y Onan, hijos de Judá,
pero al quedar viuda sin haber dado descendencia y temiendo ser acusada
de esterilidad, se disfrazó de prostituta y tuvo así dos hijos con su suegro.”
Génesis 38,14-30.
Por último recordemos la historia de nuestro conocido Onán cuyo nombre y costumbre se perpetuaría a
través de los siglos:
“ Después que su hermano mayor falleciera, ( Er), Onán debía casarse con su viuda
Tamar, siguiendo la regla del Levirato que dictaba la ley judía. Según la ley de su tiempo,
su hijo tenido con Tamar, no sería considerado suyo, sino un niño tardío de su hermano y
heredaría los derechos de su progenitura. Pero Onán, sabiendo que su descendencia no
no le pertenecería, cada vez que se unía con ella, derramaba la semilla en tierra para
evitarlo. Su manera de proceder desagradó al Señor, que lo hizo morir también a él”
Libro del Génesis.
Setenta años es mucho tiempo para obtener una victoria pírrica consigo mismo. La ironía disimula,
apenas, una memoria dolorosa donde nosotros éramos los pecadores que corríamos detrás de una
pelota por calles empedradas y leíamos revistas pornográficas en el baldío de la esquina a plena luz
del día.
Los justos estaban a la medrosa luz de una vela leyendo un libro oscuro.