Cual arácnido silencioso, la nave posó delicadamente sus extremidades sobre la superficie de la luna. Minutos después, la cámara mostró cómo, por una oblicua escalera, descendía el perfil difuso de un astronauta. Blandiendo una bandera de hojalata, el hombre holló el blando y virgen polvo de la luna y, algunos metros más allá, procedió a clavar su tosco estandarte bajo el desolado paisaje de cráteres y estrellas. Luego, brincando a intervalos, se adentró en la distancia mientras exclamaba una frase absurda y desaparecía poco a poco empequeñecido por el horizonte. De pronto, desde la Tierra, los televidentes contemplaron horrorizados cómo la mortecina cara de la luna se abría como una portentosa mandíbula y se tragaba de un bocado al pequeño astronauta. Inmediatamente después, la programación cedió paso a un comercial de una pasta dentífrica.
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