Una vez al año, en la única noche que tenemos permitido salir de nuestro hogar, toda la familia nos vamos de excursión al pantano en el que viven las luciérnagas. El primer año se asustaron de nuestra presencia y dejaron de brillar. Ahora, sin embargo, ya se han acostumbrado e incluso lo iluminan todo con más fuerza, creando un baile perfecto durante horas. Así, su luz se entremezcla con las sombras de la noche, con la luz de las estrellas, con la naturaleza agreste libre de la acción del hombre y con nosotros que las contemplamos boquiabiertos. Al amanecer, cuando ellas se van, nosotros lo hacemos también, soñando con que al año que viene volveremos a verlas. Porque, incluso a los que ya solo somos retazos de oscuridad bajo tierra, nos gusta recordar que en algún lugar la luz sigue existiendo.
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