Hace meses que esta hermosa bahía está viendo nacer una nueva ciudad: lleva el nombre de Turios, tomado de la fuente que el oráculo de Apolo señaló para su ubicación, no lejos de las ruinas de la vieja Sibaris.
Desde el amanecer, las naves descargan materiales en el muelle y los bueyes acarrean fustes hasta el llano sobre el que se construye la nueva ágora. A lo largo de avenidas ideales trazadas a cordel sobre la hierba, cientos de obreros excavan cimientos y levantan muros de sillares, inmersos en una especie de delirio colectivo. Bajo este cielo azul y luminoso, nace esta primavera una ciudad con clara ubicación panhelénica, una fundación alentada por el ímpetu democrático de Atenas, un buen lugar, en fin, para un apátrida viajero como el halicarnasio Heródoto, que ahora desde esta colina que cierra por el sur el puerto, contempla pensativo el trajín de los canteros y los estibadores.
Heródoto abandonó la humilde Halicarnaso de muy joven, expulsado por conspirar contra el tirano impuesto por los persas. Pasó entonces a Samos, pero sus inquietudes le llevaron muy pronto a recorrer la costa de Anatolia y la del Ponto, a visitar las islas del Egeo, a internarse en Asia hasta llegar al Éufrates, a remontar el Nilo hasta la lejana Elefantina y a conocer Fenicia, Libia y buena parte de la Hélade. Estos últimos años ha vivido en Atenas, compartiendo la amistad de Sófocles y de algunos sofistas. Calladamente, Heródoto se enorgullece de sentirse ciudadano del mundo, como un día lo fue Solón, el escita Anacarsis, el propio Homero.
Ahora, el viajero ha decidido establecer su residencia en Turios y dedicarse aquí a exponer en un relato en prosa lo que ha intentado descubrir durante todos estos años vagando por el mundo: las causas de las guerras de las que proviene su destierro, el origen profundo del enfrentamiento entre griegos y bárbaros.
Ha decidido que en su obra no habrá Musas que narren sucesos heroicos. No compondrá una genealogía mítica, ni una epopeya; lo que escriba será algo diferente: el resultado de sus indagaciones personales sobre lo ocurrido en el mundo durante el tiempo de los cuatro últimos reyes persas: Ciro, Cambises, Darío y Jerjes. Heródoto desea referir puntualmente lo que ha visto, lo que ha llegado a comprender mediante la razón y lo que ha recabado de testigos presenciales de los hechos y de sus herederos. Tampoco dejará de contar aquello que le han dicho como cierto aunque lo considere fruto de la fantasía, pues opina que negar la memoria a tales tradiciones no habrá de reportar más luz a la verdad en un futuro.
La obra que se propone compilar en esta nueva patria demostrará que, aunque en la incertidumbre de lo humano, los sucesos que conforman la vida de los pueblos están, en gran medida, sujetos al valor y a la virtud de los hombres. Será una narración hecha sin acritud y con empatía, un gesto compasivo ante el sufrimiento y la desgracia de todos los que se ven envueltos en la guerra, una defensa de esa libertad por la que el mismo combatió de joven al tirano de su tierra natal, por la que huyó al exilio y por la que los griegos se enfrentaron a los persas en las batallas que ahora se dispone a contar.
A su llegada a Turios, resuelto a culminar su labor, Heródoto ha decidido que los protagonistas de ese insólito relato hecho a base de viajes y preguntas no serán los dioses ni los héroes, no serán sus compatriotas ni sus enemigos, no serán siquiera los griegos o los persas: serán los hombres, todos los hombres.
Pedro Olalla: “Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista…”, 2022.