Los cereales Postum te conducían por el Camino de la Felicidad hacia
la Ciudad del Bienestar y la Luz del Sol. Sus copos flotantes tenían
propiedades religiosas, que por algo se llamaban Maná de Elías, (el profeta),
y sus nueces conjuraban la apendicitis, la tuberculosis, la malaria y la
caída de los dientes.
En 1883, el profesor Holloway gastó cincuenta mil libras en la publicidad
de un producto, a base de jabón de aloe, que era infalible contra cincuenta
enfermedades, enumeradas en el prospecto.
Los polvos estomacales del Dr. Gregory te dejaban la barriga nueva gracias
a la exótica combinación de ruibarbo turco, magnesia calcinada y jengibre
de Jamaica, y el linimento del Dr. Veron, «reconocido por miembros
de la Real Academia de Medicina” derrotaba los catarros, el asma y el
sarampión.
El aceite de serpientes del Dr. Stanley, que no tenía nada que ver con
las serpientes, era una mezcla de querosén, alcanfor y trementina que
mataba el reuma. A veces también, mataba a los reumáticos, pero ese
dato no aparecía en los anuncios.
La publicidad no mencionaba la morfina que contenía el jarabe de la
Señora Winslow, que calmaba los nervios, porque lo elaboraba una
familia de serenas costumbres. Y la publicidad tampoco decía a que
coca se refería el nombre de la Coca-Cola, el “tónico ideal para el cerebro
que vendía el Dr. Pemberton.»
Eduardo Galeano. Espejos. Una historia casi universal.