Buquebus

 

                                                                                   “Largo viaje del día hacia la noche”. Eugene O’Neill.

Desde el octavo piso de la institución médica donde trabajaba  el doctor Bermudez miraba el mar. Un diciembre caluroso de cielos azules, unos iguales a los otros, como los recordaba de su infancia cuando no existía el calentamiento global ni el fenómeno del niño. Recién eran las ocho. Cuatro horas todavía para poder dejar la guardia, subirse al auto, recoger a su padre y salir en el Pegasus, un bote de escasos cuatro metros, a buscar las corvinas lejos de la costa, lejos del ruido incrementado por las próximas fiestas, de las llamadas de pacientes, visitadores médicos, amigos y familiares con consultas gratuitas de migrañas y pedido de recetas verdes.

A lo lejos veía las embarcaciones de pesca que habían salido muy temprano, antes de las cinco, apenas el Club de Pesca al cual pertenecía, fijaba la hora para las primeras salidas. Inquieto buscó el celular y llamó a uno de sus amigos que sabía estaba en alguna de ellas. Tenía la esperanza que le dijera que había poco “pique”, apenas unas burriquetas espaciadas, algún cazoncito y por ahora ninguna corvina. Pero la respuesta que vino después de una espera prolongada, lo sumió en una desazón mayor.

– Que estás esperando para venirte, loco, no sabés como pican, somos tres y no damos abasto…y todas grandes…te dejo ahí se me prendió otra…estamos frente a la boya del barro….chau…chau.

Haciendo tiempo se sirvió otro mate. En la pequeña habitación del médico de guardia podía permitirse esas libertades pero nunca en presencia del personal de enfermería ni fuera de ese recinto privado. Tengo que cambiar de yerba-se dijo-mientras sorbía-esta me deja eléctrico.

Revisó la pequeña cama con especial meticulosidad buscando rastros que lo incriminaran ante los ojos de la limpiadora que no tardaría en llegar. Apenas visible en la  almohada una difusa manchita de rouge. Tomó el frasco de alcohol y la restregó con una gasa. Con la palma de su mano aventó algunos pelos residuales a lo largo de las sábanas. Después fue al diminuto baño donde el olor a perfume era claramente perceptible y prendió el extractor. Miró con detenimiento los artefactos sanitarios y volvió a la habitación.

En su fuero íntimo sabía que todo este protocolo, reiterado cada vez que entraba de guardia, era inútil. Lo hacía por  un cierto escrúpulo para no hacer más evidente lo que todos sabían. Que se acostaba con Ana Laura, la nurse del piso, a las horas en que el movimiento del Sanatorio disminuía, alrededor de las tres de la mañana, cuando los pacientes dormían más profundamente y el sobresalto de una emergencia médica era menor, aunque nunca improbable.

También sabía que a sus espaldas le decían “cric-cric”. Cuando se lo comentó el loco Capozzolo, médico urólogo que se teñía el pelo y su más confidente amigo, un sentimiento de vergüenza lo hizo sonrojar intensamente. La cama del médico de guardia tenía una pata que se apoyaba mal. Nada notable para quien la utiliza para el sueño. En el caso de Bermudez, esa pequeña cojera del lecho, provocaba un sonido semejante al canto de un grillo, cuyo acelerado sonido, llegaba hasta la Sala de Tisanas donde se reunía el personal nocturno, causando la hilaridad general y los comentarios que pronto estarían en boca de todos.

La relación con Ana Laura había comenzado cinco meses atrás a partir de la coincidencia en varias guardias. De una relación amistosa y profesional habían pasado a una más íntima. Bajo la aséptica túnica, las oscuras transparencias veladamente sugeridas habían vencido reticencias iniciales, más de orden práctico que éticas. Los breves encuentros nocturnos tenían la excitación y urgencia de lo prohibido y dejaban a Bermudez   extrañamente vacío, indiferente, desconectado de la realidad por un corto lapso, el placer de la desmemoria, más que por el sexo apresuradamente consumado.

A las once lo llamó su mujer.

-…Teresa…si…si…son un par de horas…se lo prometí a papá…Teresa…cuanto hace que no tengo un domingo para ir a pescar…no seas mala…ya sé…ya sé que es el cumpleaños de Andy, no me olvidé…paso por la confitería…si…están encargadas …también la bebida y los helados…no te preocupes a las cuatro a  más tardar…bue…si…a los doce y media si el boludo de Matías me releva en hora…a las tres estoy de vuelta…si le dejo la receta en la portería…no …no me cuesta nada pero tu hermana…está bien…está bien…pasame con Andy…no…dejalo que juegue…yo lo llamo desde el bote…si…tamo…a las cuatro…chau.

-Papa…te llamo para que a las doce estés pronto…me acaba de llamar Teresa…como siempre…si por el cumple de Andy…está como loca por la fiesta…a las seis…si…el mismo del año pasado…tienen juegos…está todo arreglado, pero viste como se pone…prefiero no pasar por casa a cambiarme…te paso a buscar y nos vamos directo al club…me pongo cualquier cosa, viejo, …no jodas…con el calor que hace…bue…llevame el vaquero …ta….ta…y las romanitas…tenés la carnada no?…por las dudas…no es la primera vez…me dijo Pablo que están picando como locas…si , claro…con camarón…bueno…chau…te veo en una hora…

A las doce menos cuarto terminó la recorrida de sala, firmó algunas altas, dejó las indicaciones para el cambio de medicación de tres pacientes y, cambiando la túnica por el saco, se dispuso a esperar a su relevo. A las doce y cuarto, mirando con impaciencia el reloj, vio llegar por el ancho corredor al doctor Matías Alessio. Sin poder ocultar su enojo y cuando estaba a punto de recriminarle su tardanza, Alessio lo desarmó con su amable y compungido saludo.

– Ricardito querido…disculpame…hace una hora que doy vueltas…no hay un lugar donde estacionar…tuve que dejar el coche como a cuatro cuadras…mirá como estoy…y con el calor que hace…andate…andate…que yo arreglo con las muchachas…no hay nada raro?…bueno…chau … tomátelas y disfruta del día…saludame a tu viejo…

Apenas atravesar la vidriada puerta de salida al tórrido mediodía, Bermudez se quitó el saco. Con pasos apresurados, casi corriendo, buscó su auto en el estacionamiento y partió a buscar a su padre. Lo encontró sentado en el escalón de la puerta de su casa en una empedrada calle del barrio Reducto. Se levantó al verlo llegar. Llevaba en su mano derecha la caja de pesca y en la izquierda un par de vaqueros, y en una bolsa de nylon los camarones congelados.

-Dale viejo…que son la una menos cuarto y tengo que estar de vuelta antes de las cuatro…

El hombre se sentó en silencio. Bermudez buscó la rambla portuaria buscando un atajo para llegar al club. Aceleraba toda vez que podía a pesar que los semáforos le restaban el tiempo ganado poniéndose rojos en cada esquina.

– Hoy me las agarro todas- dijo como hablando consigo mismo.

– Aflojá un poco, Ricardo…estás yendo como loco…todavía no son la una…

– Viejo, por favor, no me rompas…bastante tengo con la llegada tarde del bolas de Matías, mi mujer con el cumpleaños de Andy, las recetas de la hermana y todavía tener que fumarme a todas las viejas hasta quien sabe que horas…y mañana…mañana la Policlínica de Pando todo el p…día… una vez que tengo un día libre…

El estacionamiento del club estaba  lleno. El humo de muchos asados subía lentamente en un cielo sin nubes. La gente estaba por todas partes. Los niños gritaban y corrían. Armaban una carpa para la fiesta de fin de año prevista para esa noche. Atravesó el auto detrás de un camión. Le dejaría las llaves al encargado de turno por si el hombre quisiera salir antes de que ellos regresaran. Buscó al viejo “botero ”que prometió hacer lo posible por poner al “Pegasus” en el agua apenas terminara de subir las embarcaciones que estaban llegando  El antiguo y ruidoso malacate no cesaba de arrastrar botes hacia la planchada. Se cambió en el baño el pantalón de calle y juntó las cañas y el tanque de combustible que fue acomodando en el bote. El padre lo miraba en silencio. Finalmente en el agua al costado del pequeño muelle de piedra. Todavía tenía la corbata puesta. Intentó poner en marcha el motor Johnson , fuera de borda, de veinticinco caballos. Después de varios intentos, casi ahogado, arrancó entre el humo blanco del combustible sin quemar. El “botero” lo ayudó con un empujón sin poder evitar un fuerte golpe que la impericia de Bermudez  provocara contra la banda de babor.

Se alejaban por fin. Sentado a proa el padre se animó a decir.

– No pusiste los salvavidas.

– No seas Fúlmine, papá, mirá como está el día. Si fuéramos a ir lejos…pero donde vamos a fondear está lleno de pescadores…y tengo el celular…y si no arranca nos venimos a remo…andá cortando los camarones y encarnando así ganamos tiempo…

Bermudez es un pescador de muelle, como su padre, que le enseñó de niño los secretos del arte. Hace solo cuatro meses que compró el “Pegasus” y uno que sacó el brevet que lo habilita a timonearlo. Esta es la primera vez que sale sin estar acompañado por un pescador experto en su manejo.

A medida que se alejan Bermudez  se va tranquilizando. Mira el alto edificio que dejó hace menos de una hora y sonríe. Después vuelve la cabeza hacia el oeste donde se divisan una decena de embarcaciones diseminadas en el mar ,“chato” como un enorme lago, que la proa del “Pegasus” quiebra firmemente. Repara en su padre que ha permanecido callado encarnando anzuelos. Lo invade una sensación de arrepentimiento y afecto profundo.

– Disculpame, …Papa…hoy fue un día difícil…no tenía que agarrarmela contigo…

El padre sonríe y sin dejar la tarea le contesta socarronamente:

– Está todo bien, Ricardo…pero ahora ya podés sacarte la corbata.

La brisa fresca, que la velocidad del bote intensifica, se llevó la risa de los hombres hacia  la seguridad de la costa cada vez más lejana.

Entusiasmado por la perspectiva de una pesca abundante Bermudez decide ir un poco más al oeste. Pasan al lado del “Calpean Star”, enorme carguero hundido del que solo sobresalen los altos mástiles. Apaga el motor. Con apresurada torpeza arroja el ancla al barroso fondo del río. Su padre le alcanza la caña y lanza la primera línea. Escucha el plop de la plomada contra el agua quieta , el acelerado correr de la tanza , el freno del reel que la detiene con su mortífero anzuelo tentando a las corvinas .

Casi inmediatamente el primer pique. Y el segundo casi simultáneo. Apenas tienen tiempo de sacar el anzuelo metido en lo más profundo del pez y volver a tirar la línea , en muchos casos con la misma carnada. Es un cardumen  voraz el que se mueve invisible debajo del bote. Los pescadores lo aprovechan al máximo. Saben que el “pique”puede cortarse en cualquier momento. Son grandes animales los que coletean en las dos amplias cajas de plástico que no tardan en llenarse. Pero siguen saliendo. Y entonces las dejan en el fondo del “Pegasus” chapaleando el agua rojiza que moja el bajo de sus pantalones.

De pronto la flojedad de las líneas. Se han ido. El silencio súbito que solo alteran los coletazos de los peces moribundos. No pueden hacer nada. Solo esperar que regresen. Pero no tienen tiempo. Las horas han transcurrido casi sin darse cuenta. Deben apresurarse. Queda el regreso, la limpieza de las corvinas y el fileteado final sin el cual la jornada no estará completa.

El padre es el primero en verlo. Una mancha oscura distorsionada por la distancia y la bruma  se acerca rápidamente. Pero todavía está lejos. Hay tiempo de levantar el ancla clavada profundamente en el légamo. De encender el motor . De acercarse a la boya del Calpean-Star y  ponerse al resguardo de su oxidada estructura.

– Ahí viene el Buquebus- comenta el padre con ligera inquietud.

– Si –contesta el hijo- mirando su reloj- siempre puntual.

– No tendríamos que corrernos un poco…viene como tiro…-insiste-

-Tranquilo Papá…no pasa nada, lo he visto un montón de veces…vas a ver a la distancia que pasa…siempre parece que te va a pasar por encima…aparte te están viendo.

Y siguió atento al último pique. Ensimismado en el nylon inmóvil. Indiferente al ruido creciente que se aproxima. Al rostro demudado de su padre.

Cuando finalmente levanta la cabeza la enorme mole del catamarán está pasando muy cerca del minúsculo “Pegasus”.

El padre mira aterrado al buque de grandes ventanas oscuras como los  ojos de un  ciego Leviatán. Sobre la cubierta desnuda el menor atisbo de vida. Solo la masa impasible abriendo un abismo de barro pestilente.

El “vapor de la carrera” se desprende lentamente del muelle. El pasa su brazo sobre los hombros de su mujer y la abraza tiernamente, es tan joven, solo tiene dieciocho años. Desde las cubiertas la gente saluda y agita pañuelos. En algún lugar de la dársena que se aleja están sus padres y amigos, su hermano mayor que tanto quiere, sus tías viejas. Permanecieron largo rato en la cálida atmósfera de la noche estival hasta que las luces fueron apenas una línea en la clara noche.

Precedida por un horrísono ruido de succión, la gigantesca ola  que provoca el navío en su veloz desplazamiento, cubre el horizonte. En el fondo de su vertiginoso seno el “Pegasus”, tensa la cuerda que lo une firmemente al precipicio, se hunde irremediablemente.

En el mar que recobra la calma, flotan las corvinas muertas y un par de cajas de plástico.

A la puesta de sol todas las embarcaciones han regresado al muelle del club con excepción del “Pegasus” y su propietario el doctor Ricardo Bermudez y su padre.

La novedad se comunica a la Comisión Directiva cuyos integrantes están abocados a ultimar detalles de la fiesta de fin de año que no tardará en comenzar. Se especula que, sorprendidos por la oscuridad, hayan decidido dirigirse al puerto capitalino por lo que, probablemente, no tarden en llamar por teléfono para dar cuenta de su situación. No obstante cumplen estrictamente con la directiva de trasmitir a la Prefectura Naval el hecho.

La sugerencia de suspender la fiesta es rápidamente descartada. El Secretario de Actas es comisionado para informar a la familia que el doctor Bermudez  y su padre están demorados en su arribo.

Hay problemas de conexión eléctrica y la carpa recién armada está sin luz. El servicio de confitería contratado no trajo los helados pero prometen tenerlos para la hora de servir los postres. El Intendente de Montevideo confirmó su presencia para las veintidós y treinta.

A las once de la noche, la angustiada señora Teresa Bermudez  llama por teléfono pidiendo información sobre su esposo y suegro. La comunicación se hace difícil, el conjunto de música tropical que actúa en ese momento tiene el equipo de amplificación demasiado fuerte. La convencen de que se quede en su casa que será notificada de cualquier novedad.

En el oscuro horizonte de una noche sin luna se divisan los reflectores de las lanchas de Prefectura iluminando el mar.

A las cuatro de la mañana la fiesta languidece. Aquí y allá pequeños grupos diseminados alrededor de las mesas. A esa tardía o temprana hora, agotados por el baile, la comida y la cerveza, la charla de los comensales toma un tono de reflexiva melancolía. Se conjetura sobre la suerte corrida por los Bermudez, . Ya no se tienen dudas de que han sufrido algún tipo de accidente. Se repiten las frases hechas relativas a la fragilidad de la vida, a la importancia de los amigos. Y, mirándose a los ojos, se palmean las espaldas en fraterno agradecimiento. Sobre las pupilas enrojecidas algún atisbo acuoso.

En ese emotivo minuto de silencio, favorecido por el sueño y la pesadez alcohólica, alguien sugiere salir a buscarlos.

La idea es inmediatamente aceptada por todos. Prontamente se levantan con  renovado ánimo, rumbo a las embarcaciones. No falta quien se agencie, con lógica previsión, una botella de cerveza, la búsqueda puede tardar horas.

Con pasos inestables y a pesar de cierto caos en la maniobra, las lanchas son puestas en el agua con apenas algún que otro golpe ocasional  y el resbalón de un tripulante al pisar el verdín resbaloso del muelle.

No tardan en perderse hacia las titilantes luces de las boyas que marcan el canal del acceso al puerto. A pesar de la funesta tarea que se han impuesto, una cierta  algarabía se desprende de las voces que, poco a poco, se amortiguan hasta desaparecer.

Seguramente motivadas por la esperanza en el éxito de su humanitaria misión.

A media mañana una inusual cantidad de socios se han reunido en la planchada de botes atraídos por los acontecimientos del día anterior.

Las lanchas van llegando una a una. Los hombres, agotados por el cansancio y la frustración, bajan cabizbajos y en silencio. Algunos se tiran directamente en el pasto y no tardan en quedarse dormidos.

La gente los mira con respeto y admiración.

Sin duda se lo han ganado.

Siempre han sido personas muy piadosas.

 

Elbio Firpo.  Mayo 28 de 2009

 

 

 

 

 

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