Los tallarines

Mi mujer ha descubierto, no sin cierta alarma, que en ocasiones me rio solo. Sin razón aparente. No he querido contradecirla en su insistente opinión de que consulte a mi médico de cabecera sobre el asunto.  Aduce que, a mis constantes olvidos y distracciones, se agrega ahora esta preocupante sensación de convivir con una persona que habla sola. Imagino como paso previo a una incipiente locura, que a mis años, se podía haber instalado cómodamente.

Aclaro que hasta el momento eso no ha ocurrido pero confirmo plenamente lo de la risa espontánea y así se lo he trasmitido sin darle mayores explicaciones. Seguramente, la falta de argumentos que justifiquen tal conducta, lejos de conformarla, reafirmen la certeza de su diagnóstico.

Precisamente ayer sobrevino el último incidente.

Imposible saber que cosa trajo a mi mente la lejanísima memoria de los tallarines ocurrida en campos de la EMA junto a mis camaradas de primer año en tiempos de estudio libre ,cuándo, finalizadas las clases, podíamos estudiar en los jardines, bajo los árboles o sentados en los cómodos bancos, blancos y azules, dispuestos al aire libre.

No tengo dudas que fue un jueves de noviembre alrededor de las dos de la tarde.

El jueves era el día, gastronómicamente hablando, de mayor peso específico, por así decirlo. Se sumaban a la contundente costilla que ocupaba medio plato, los tallarines con tuco y como postre , el exquisito Martín Fierro. Era también día de Educación Física, por lo que a la hora del Rancho, los jugos gástricos arañaban nuestra mucosas estomacales como gatos coléricos.

Media hora después, calmada nuestra necesidad primaria, formábamos soñolientos en la Plaza de Armas y luego de romper filas, en el Casino de Cadetes,  nos comíamos una milhoja de dulce de leche que  nos bajábamos con una coca helada.

Ansiábamos llegar a nuestro banco. Abrir un libro y cerrar los ojos en una siesta imposible, atentos al que el “suncho” infaltable oficiara de campana.

Precisamente ubicado detrás de la Sala de Dibujo, a resguardo del sol y frente al camino que iba desde la vieja Sala de Operaciones a la línea de T-6,  frecuentemente transitado por Instructores y alumnos en su paso a los aviones. A distancia prudencial de los obligados gritos de atención y saludos, disfrutábamos de una espléndida vista de la actividad aérea. Bastante más lejos, próxima al Hangar viejo, los cadetes de segundo año se ufanaban en los frágiles PT-19.

Hacia calor. La pesada ingesta hacía trabajar en “primera” a nuestros sobrecargados vientres. Cabeceábamos. Cada tanto sacudíamos la modorra limpiando de un manotazo la saliva que se escapaba de nuestras desencajadas bocas.

Obligada costumbre ancestral de los novicios pedir que nos lleven a volar. Aventurada solicitud con remotas posibilidades de éxito  que ratifica ante nuestros camaradas cuán fuerte e indubitable es nuestra vocación.

Los elegidos para el pedido, considerado “improcedente”, no eran  Oficiales del Curso de Cadetes, eso significaría una inmediata sanción disciplinaria, tampoco a especímenes extraños, de mono de vuelo impecable ,que solo volaban los lunes por obligación reglamentaria.  Los candidatos debían pertenecer a la inefable condición de “ buenos tipos”, preferentemente entre los grados de Tenientes Segundos “viejos” ,  Tenientes Primeros o incluso algunos Capitanes. Su aspecto físico no era importante, pero jamás se lo solicitaríamos a ningún Oficial petiso. Me hago responsable de esta afirmación por cuánto no tengo recuerdos amables de Oficiales de baja estatura durante mis largos años de Servicio. Por supuesto que muchos pueden disentir con esta particular opinión.

El Teniente Primero (PAM) que surgió por detrás de la Sala de Dibujo con apresurado paso pertenecía a esa aludida condición.

Vestía el mono de vuelo reglamentario y mientras guardaba un par de guantes en el bolsillo inferior de su pierna derecha, hizo “continuar” con amable gesto. Iba a rumbo a la línea de los PT. Sin duda ligeramente atrasado. Probablemente por alguna consulta de último momento de algún profesor. Su destino era de Oficial Ayudante en Bedelía de los Cursos.

El primero de los cuatro cadetes en reaccionar ante la oportunidad fue Antonio Clemenza apodado “ El Cabezón”.

Es probable que el pedido de Clemenza no lo tomara totalmente desprevenido, que incluso lo esperara. Nos conocía a todos desde hacía tiempo. La sorpresa fue para Clemenza cuándo el Oficial mirando el reloj le dijo.

  • Le doy diez minutos para estar en Operaciones, conseguir un mono de vuelo y llegar al 634 antes que termine la inspección pre vuelo. Así que ¡ Corra!

No tardó Clemenza, de natural tranquilo y reposado, en salir disparado rumbo a Operaciones mientras nosotros, muertos de envidia, no podíamos creer la suerte del Tano.

A pesar de la distancia que nos separaba de la línea de PT lo reconocimos al trepar a la cabina trasera del 634 con su paracaídas y casco de cuero.

Los próximos minutos los dedicamos a intentar ubicar el avión de Clemenza . En algún momento vimos un PT, muy alto sobre el campo, “tirando” algunos loopings combinados con toneles lentos. Sometidos al “ ruidaje” de los Texan  entrando y saliendo de la línea con potentes motorazos,  el lejano Fairchild parecía girar impulsado por el silencio. Después lo perdimos de vista.

Habían pasado más de dos horas y Clemenza no aparecía. La distancia que nos separaba y el sol reflejándose en el polvo que levantaban las hélices, nos impidió observar su regreso.

Finalmente lo vimos venir desde Operaciones cortando camino rumbo a nuestro banco. Nos adelantamos a recibirlo y en alborozado círculo lo acosamos a preguntas.

  • ¿ Eran ustedes los que estaban haciendo loopings sobre el campo?- Dijo uno.
  • Si, éramos nosotros…y también hicimos tirabuzones y un par de toneles y vuelo invertido.
  • ¿ Y?- Dijo otro pasándose la mano por la panza.
  • Perfecto…nada de nada.
  • ¿ Algún mareo?- insistía
  • Para nada…un completo placer.

Para entonces, un súbito cambio en el resplandor solar, nos permitió advertir que el rostro de Clemenza tenía el color verde ceniciento de las máscaras de yeso y que la sonrisa, que seguramente venía ensayando desde que bajara del PT, era el forzado rictus de sus comisuras en una dolorosa simulación de alegría.

Y para mayor escarnio de Clemenza y sin que el lo advirtiera, dos largos tallarines colgaban de uno de sus hombros apenas tremolando en la declinante tarde.

 

—————————————————————————————

 

Estoy sentado en mi sillón preferido justo en medio del corralito luminoso de una lámpara de pie. Descubro su mirada desde el extremo del living en penumbras.

No tengo un libro, la radio esta apagada, no estoy hablando por teléfono. Nada que justifique esta risa solitaria e irreprimible.

Sus ojos oblicuos me miran con preocupación y tristeza. La abrazo con ternura infinita. Y ella, acercando su boca a mi oído, me murmura quedamente:

– Bicho…ves porque tienes que ir a ver al médico.

Y yo quise contarle de Clemenza, de aquella tarde lejanísima, de mis camaradas, de los rudos Texan y los delicados PT, todos girando en un cielo crepuscular e inmaculado.

 Y en cambio, apretando un poco más mi abrazo, le susurro:

  • Quédate tranquila, Amomo…mañana sin falta pido hora.

 

 

 

Elbio Firpo. Setiembre de 2015

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *