“ Más allá de los cincuenta empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes.”
Julio Cortázar
Para Saldías, descubrir que era un anciano, no debió ser una sorpresa. Quizás fuera el espejo, el engañoso espejo del baño donde realizaba sus abluciones diarias y que reflejaba tan imperceptiblemente el paso del tiempo sin que el reflejado -siempre elusivo a la franca mirada del azogue- pudiera, o quisiera-detenerse más allá de lo necesario, en su arrugada morfología facial. Excepto cuándo la espuma de afeitar la cubría. Entonces, aceptada la abrupta y quebrada geometría de su nariz surgiendo como un iceberg en medio de la nieve, reconocía un par de ojos castaños apoyando su cansancio – o su tristeza- en las mullidas y oscuras ojeras que hacían juego.
Pero el golpe de gracia se lo había dado su sobrina. La que vivía en Chile cuándo la llamó-como todos los años- para felicitarla por su cumpleaños.
_ ¡ Pero Rolando ¡ – ella nunca lo había llamado tío- ¿Cómo me preguntas cuántos años? – Son cincuenta y tres pirulos…y te olvidas que soy triplemente abuela.
_ Rolandito querido… ¿ Y vos cuantos? …. Andá sacando la cuenta-dijo divertida- pero no te preocupes a la distancia tu voz suena igual que cuándo nos asustabas con tus cuentos de terror y nos costaba dormirnos…aquellos amables sobresaltos que tanto esperábamos en la casona de los abuelos los domingos de tarde…
Había colgado apesadumbrado. Verónica le había recordado los veinte años que los separaban y la cuenta le llegó como un sopapo.
Verónica, la mayor de sus tres sobrinas, acompañando a su hermano y aquel otro espejo con que le hacían señales al cielo. Y él se dejaba caer encima de los botes de los pescadores, de los distraídos bañistas del balneario, de los niños que se pondrían a llorar y recordarían toda la vida el día en que un aviador loco les pasó zumbando sobre sus cabezas.
_ Nunca me olvidaré de ese día- le había dicho- en el almacén del viejo Carreras no se hablaba de otra cosa y del olor a querosén tibio que había quedado en la playa…yo tuve ganas de decir que habías sido vos, mi tío…pero no me animé.
El aparente asombro de Saldías por aceptar su senectud, corría pareja con su elevada presión arterial y su reticencia en admitirlo. Cuando finalmente lo hacía, siempre temeroso, volvía a tomar la medicación prescripta. La negación de lo evidente era la pueril e inútil defensa contra lo inevitable.
Pero su sobrina… ¿ Pensaba realmente que vivía en el pasado? En todo caso- razonaba molesto- podría haber utilizado el verbo rememorar.
Debió habérselo dicho. Responderle que no se quedó en el tiempo de los radioteatros – se contestó a si mismo despectivo- y que, para mayor contundencia utilizaba la tecnología cibernética a la par de muchos jóvenes. Las cientos de fotos que había recuperado- le gustaba decir “scaneo”- archivadas en carpetas con nombres y fechas eran una prueba evidente.
Y no solo eso. Utilizando el zoom, era capaz de acercar los rostros de las personas como “ como si las tuviera allí”, tan próximas que, en ocasiones, a punto estuvo de iniciar un diálogo. Pero por supuesto se había dado cuenta y rápidamente pasaba a otras imágenes.
Ayer, sin ir más lejos, se detuvo en una de sus preferidas. Tan increíblemente diáfana y luminosa.
Los tres posando debajo de la tobera de escape de un T-33 cuyo número, 202, se distingue en su fuselaje. Al extremo izquierdo sonriendo con su casco rojo. Su amigo, al centro, le apoya un brazo en el hombro. El tercero entorna los ojos mientras mira la cámara.
Una semana después estaría muerto.
Una laguna oscura y unos árboles muy altos le impidieron el paso.
Arriba la escuadrilla “ Cocodrilos” trepaba en un looping.
Si existiese la sensación de lejanía podría definirse como la inexplicable experiencia de estar lejos en el tiempo y en el espacio.
Y así se sentía Saldías cuando, sin poder conciliar el sueño, se sumergió en su archivo.
Dejó de lado los “slides” y las fotos en colores, su inmersión era más profunda. No se detendría en un par de metros donde la luz del sol iluminaba el polícromo paisaje.
Sobre el fondo sepia de la memoria y los arroyos secretos surgían, en blanco y negro, decenas de imágenes. En algunas, muy pocas, el fotógrafo aparecía con rostro muy serio. Su lugar era detrás de la Kodak de “cajón” retratando la fragilidad de su pequeño mundo.
Por la ventana entreabierta se filtró una brisa fresca que lo estremeció ligeramente. Un escozor amable y lejano crecía desde la planta de sus pies.
“ Descalzo sobre el pasto húmedo, cubierto con un traje de baño de lana que le queda grande, el pequeño Saldías espera inmóvil.
A su frente los dos trampolines. En el más alto, su hermano de trece años, se prepara sobre la punta de la tabla. Su hermana menor rodea la pierna de su madre mientras se chupa el dedo pulgar.
Su padre apunta la Kodak buscando el punto exacto en el cuál , impulso y gravedad, detendrán por un instante, el vuelo de su hermano.
El modesto arroyo San Francisco discurre lentamente escondido entre las sierras minuanas. En el ensanche natural de su meandro , flota una balsa de tanques y maderos y un par de boyas multicolores.
Después su mansa corriente se pierde entre rocas, sauces y arbustos sin nombre.
Con exactos movimientos, la delgada figura se desprende de la tabla. Se eleva con los brazos extendidos y la cabeza en alto. Su cuerpo es un arco tenso que quiebra en un instante para hundirse en el agua con precisión de aguja.
Entonces , mientras su hermano trepa ágil la escalera saliendo del agua, corre a recibirlo y se abraza orgulloso a la frescura de su cuerpo.
_ Cuándo dejes el flotador- le dice sonriendo- te enseño a saltar.
Y estrechando su abrazo Saldías se repite interiormente.
_ Mi hermano es el mejor de todos.
Y yo lo adoro.” E. Firpo.2017