En el siglo XIX, las tendencias básicas del capitalismo moderno, que se habían hecho evidentes desde el Renacimiento surgen ahora en toda su ruda claridad, sin concesiones, no mitigadas por tradición alguna. La más evidente es la tendencia a la objetivación es decir la aspiración a desligar todo el aparato de una empresa económica de toda influencia directamente humana, esto es, de toda consideración de circunstancias personales. La empresa se convierte en un organismo independiente que persigue sus propios objetivos y que se rige por las leyes de una lógica propia; es un tirano que convierte en esclavos a todos cuantos adquieren contacto con él. La entrega completa al negocio, el auto sacrificio del empresario en interés de la capacidad de concurrencia, de la prosperidad y de la ampliación de la firma comercial, y su abstracto afán de triunfo, desconsiderado incluso consigo mismo, adquieren un alarmante carácter monomaníaco. El sistema se independiza de quienes lo sostienen y se convierte en un mecanismo cuya marcha no puede detener ninguna fuerza humana. En este carácter de auto movilidad reside lo misterioso del capitalismo moderno; él le presta aquel aspecto demoníaco que el escritor francés Honorato de Balzac describe de manera tan estremecedora. A medida que los medios y los presupuestos del triunfo económico se desligan de la esfera de la influencia del individuo, se hace más fuerte en el hombre el sentido de inseguridad, la sensación de estar a merced de un monstruo despótico. Y a medida que los intereses se ramifican y se enredan, la lucha se hace más salvaje, más desesperada; el monstruo, más y más multiforme, y la ruina cada vez más inevitable. Finalmente, se está rodeado por todas partes de competidores, adversarios y enemigos, todos luchan contra todos, y todo el mundo está en la línea de fuego de una guerra continua, universal y verdaderamente “total”. Toda propiedad, toda posición, toda influencia, deben ser adquiridas, conquistadas y forzadas cada día de nuevo; todo da la impresión de provisional y nada parece ser seguro y estable. De aquí el escepticismo y el pesimismo generales, de aquí el angustioso sentimiento de ansiedad vital que llena el mundo del mencionado Balzac y sigue siendo el rasgo dominante de la literatura de la era capitalista.
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