Hace un par de siglos, Lin Yu -Chen inventó una china al revés. En su novela” Flores en el espejo” había un país de las mujeres,
donde todas ellas mandaban.
En la ficción, ellas eran ellos; y ellos eran ellas. Los hombres condenados a complacer a las mujeres, estaban obligados a las más
diversas servidumbres. Entre otras humillaciones, debían aceptar que sus pies fueran atrofiados.
Nadie tomó en serio esta posibilidad imposible. Y siguieron siendo los hombres quienes estrujaron los pies de las mujeres hasta
convertirlos en algo así como patas de cabras.
Durante más de mil años, hasta bien entrado el siglo veinte, las normas de belleza prohibieron que el pie femenino creciera.
En China se escribió en el siglo nueve, la primera versión de la Cenicienta, donde cobró forma literaria la obsesión masculina
por el pie femenino diminuto; y al mismo tiempo, año más, año menos, se impuso la costumbre de vendar, desde la infancia,
los pies de las hijas.
Y no sólo por un ideal estético. Además, los pies atados ataban: eran un escudo de la virtud. Impidiendo que las mujeres se
movieran libremente, evitaban que alguna escapada indecente pudiera poner en peligro el honor de la familia.
Eduardo Galeano. Espejos. Una historia casi universal.