Atenas, una sociedad abierta

Primera entrega

En la Atenas democrática de los siglos V y IV a.C., la civilización griega alcanzó el apogeo de su creatividad. De las comunidades helénicas, los atenienses de la época clásica demostraron poseer las diez características que definieron la mentalidad de los griegos antiguos. Tenían una curiosidad  insaciable, eran marineros excelentes, desconfiados por naturaleza de cualquier persona con alguna clase de poder, muy competitivos, maestros en el arte de la oratoria, amantes de la risa hasta el punto de llegar a institucionalizar la comedia y, además, adictos a los pasatiempos placenteros. Con todo, no cabe duda de que el rasgo más característico del carácter ateniense, impreso en cada uno de sus logros colectivos, fue su apertura, tanto a la innovación como a la hora de adoptar ideas foráneas y expresar su subjetividad.

La democracia ateniense, a la que el estadista Solón había allanado el terreno constitucional a principios del siglo VI a.C. -si bien no se instauró hasta  507 a.C.- fue un sistema de gobierno muy novedoso: los atenienses son “siempre amigos de novedades, muy agudos para inventar los medios de las cosas en su pensamiento, y más diligentes para ejecutar las ya pensadas y ponerlas en obra” dijo, según Tucídides, que era oriundo de Atenas, un diplomático corintio. SE enorgullecían también de su apertura cultural. En un discurso de elogio a los soldados caídos en el campo de batalla durante el verano de 431 a.C., Pericles, en su Discurso fúnebre, alabó a sus conciudadanos: “Tenemos la ciudad abierta a todos y nunca impedimos a nadie, expulsando a los extranjeros, que la visite o contemple –a no ser tratándose de alguna cosa secreta de que pudiera sacar provecho el enemigo al verla”. Esta frase fundamental demuestra que la apertura ateniense no fue solo un proceso unívoco. Los atenienses, siempre receptivos a las ideas nuevas que llegaban del exterior, acogían sin reservas a los forasteros; tampoco les daba miedo permitir que otros examinaran su modo de vida desde dentro. Esa honradez social y sicológica estaba a su vez íntimamente relacionada con su inmenso talento para analizar sin tapujos, en el teatro y la filosofía, las emociones y el comportamiento humanos.

Los ciudadanos atenienses se enorgullecían de ser un crisol transnacional sin parangón, a la vez que animaban a otros pueblos a que aprendieran de ellos. Los mercaderes de cerámica ateniense inundaban el mercado etrusco de alfarería en Italia; sus vasijas combinaban imágenes de la mitología griega con formas atractivas para el gusto local. Los atenienses iniciados en los misterios eleusinos del Ática participaban en los ritos junto a sus esclavos extranjeros, que podían asistir siempre y cuando hubieran aprendido griego. Los críticos de la democracia llegaron a quejarse incluso de que en Atenas tratasen a los esclavos con tanta libertad y les permitieran comportarse con tal audacia en la calle que no era fácil diferenciarlos de los hombres y mujeres libres.

Hasta qué punto debían ampliarse los derechos de ciudadanía a los extranjeros, e incluso a los esclavos que lo merecían, fue un importante tema de disputa entre los atenienses. En 404 a.C. después de restituirles la ciudadanía a conocidos opositores a la democracia, los atenienses acabaron por perderla y tuvieron que someterse al régimen de terror de los Treinta Tiranos durante más de un año. Cinco años después, la restaurada democracia ejecutó a Sócrates por hacer demasiadas preguntas sobre la administración de los asuntos de la ciudad y por explorar ideas filosóficas consideradas demasiado desafiantes. La pregunta que planteaba la democracia ateniense, con su principio de que todo ciudadano tenía derecho a la libertad de expresión, era donde poner el límite entre formar parte de la ciudadanía y el potencial subversivo de las opiniones que se permitía expresar. La historia de la ascensión y caída del imperio ateniense en el siglo V a.C. es también la historia de la lucha de ese imperio por conseguir una sociedad lo más abierta posible.

No obstante, es una historia repleta de proezas casi increíbles. En el transcurso de tres generaciones y en una población entre treinta y cuarenta mil varones libres, surgieron las vanguardistas obras de Sófocles (nacido en 496 a.C.), el estadista Pericles (395 a.C.), las grandes tragedias de Eurípides y el magnífico escultor Fidias (nacidos ambos hacia 480), el filósofo Sócrates (hacia 469), el historiador Tucídides (hacia 460), el comediógrafo Aristófanes (hacia 448), el historiador y moralista Jenofonte (hacia 430) y el filósofo Platón. Y por si esos intelectuales fueran pocos, Atenas acogió a extranjeros residentes, los llamados metecos, y atrajo a figuras tan influyentes como Heródoto, fundador de la disciplina histórica; Gorgias, gran sofista y maestro de la retórica; Anaxágoras a quien puede situarse entre los primeros científicos; a Protágoras, el teórico político; a Teodoro de Cirene, matemático, y el orador Lisias (un meteco cuya familia procedía de Sicilia). Las conversaciones que mantuvieron esos hombres se encuentran entre las más dinámicas que el mundo ha conocido: no es de extrañar que Píndaro, el poeta de Tebas, llamara a Atenas “la ciudad bulliciosa”, un lugar donde nunca se dejaba de platicar.

 

Extractado de Edith Hall: “Los griegos antiguos”

Próxima entrega: “Los logros de los atenienses clásicos”.

 

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