En el siglo VIII a.C. más o menos en torno a la época en que las epopeyas homéricas se estaban redactando por vez primera, y cuando empezaron a celebrarse los primeros Juegos Olímpicos, Roma era apenas un pequeño pueblo comercial situado en el cruce más bajo del río Tíber, a 24 kilómetros del mar. Antes de 500 a.C., había crecido hasta convertirse en una próspera ciudad-Estado, de unos cincuenta mil habitantes cuya forma de gobierno era la república.
Entre el 380 y el 300 a.C., los romanos emprendieron una serie de sangrientas contiendas con los Estados vecinos que desembocarían en el control por parte de Roma de toda Italia. Estas conquistas llevaron a un enfrentamiento con Cartago, la gran ciudad fenicia situada en la costa norte de África. La población de Roma en ese momento era de cerca de cien mil personas, mientras que la de Cartago era de alrededor de doscientas cincuenta mil. La rivalidad comercial desembocó en una serie de guerras (264-146 a.C.) finalizada cuando un ejército romano tomó finalmente Cartago y, tras masacrar a su población dejaron cincuenta mil personas vivas que quedaron como esclavos.
Con Cartago fuera de combate, Roma se halló convertida en la indiscutible soberana de Italia, España y el norte de África. La guerra se había convertido ya en un hábito. Lo siguiente sería el sur de Francia, luego le llegaría el turno a la Grecia continental y a las ciudades griegas del Asia Menor. En el siglo I a.C. los ejércitos romanos llegarían a invadir la totalidad de la Europa continental al oeste del Rin y al sur del Danubio. Después vendrían Siria, Palestina y Egipto. Antes de que el siglo I de nuestra era llegara a su fin, el Imperio romano abarcaba desde el sur de Escocia hasta el golfo Pérsico.
Se inauguraba así la llamada Pax Romana favoreciendo la existencia de un escenario en el que el comercio florecía y en el que prosperaba la vida urbana. Miles de kilómetros de magníficas calzadas posibilitaban una circulación rápida y segura entre las ciudades. Los acueductos traían agua de las montañas, y los medidores de agua registraban en cada casa las cantidades que se consumían. Espléndidos edificios públicos se alineaban a lo largo de las calles de las ciudades. Se construyeron muelles artificiales y faros en grandes puertos como el de Ostia o Alejandría donde era posible construir y reparar barcos de hasta mil toneladas de peso.
En lo que respecta a la ingeniería civil nos hallamos ante la civilización más diestra y creativa de las que habían existido hasta el momento. Pero, curiosamente, la romana resultó ser una de las más estériles en el campo de los avances científicos. A pesar de su enorme riqueza, de la gran cantidad de tiempo libre que toda esa riqueza posibilitaba, y a pesar de que se les dio la oportunidad de acceder al saber acumulado de egipcios, babilonios y griegos, los romanos apenas aportaron nada de particular interés al bagaje mundial de conocimientos matemáticos o científicos en su cerca de seis siglos de existencia. En el otro extremo del mundo, los chinos, en cambio, encadenaban un logro científico tras otro. Pero los romanos apenas sabían nada acerca de estos avances de los chinos, y es muy poco probable que, de haberlo sabido, se hubieran sentido muy emocionados. La mentalidad romana giraba en torno a la guerra y a la administración de un grandioso imperio. Y no es este el tipo de mentalidad que lleva a una revolución científica o industrial.
Entre el 100 y 200 d.C., el Imperio Romano llegó a la cima de su riqueza y su poder. A fin de mantener bajo control a una población de cincuenta millones de personas, la autoridad imperial llegó a llamar a filas a un ejército regular de trescientos mil hombres. La propia Roma, con más de medio millón de habitantes, era la ciudad más populosa del mundo. A pesar de todo ello, la ciudad no era el motor del comercio ni de la industria. Su vida giraba en torno a la administración de un gran imperio y al consumo de los bienes que producía ese imperio. El historiador Apiano de Alejandría, en torno al 150 d.C., habla de “una paz auténtica y duradera, instaurada con el fin de generar una felicidad permanente”.
Pero el imperio como tal tenía los días contados. Mientras los romanos más acomodados se reclinaban en sus lechos rodeados de finas sedas chinas y de perfumes árabes, jugando con monos amaestrados mientras sus esclavos les abanicaban con plumas de avestruz, una marea creciente estaba a punto de estrellarse contra las murallas de Roma. A lo largo de toda la extensión de las fronteras del imperio, los bárbaros, a los que tanto se había despreciado en el pasado –los francos, los godos y muchos otros–, estaban aumentando en número. Atraídos por la riqueza del imperio, pero también presionados por otras tribus desde Europa oriental y Asia Central, estos pueblos exigían que se les permitiera establecerse dentro de los límites del imperio. En el 251 d.C. los godos cruzaron el Danubio. En el 256 d.C. los francos cruzaron el Rin. Poco después, los alamanes penetraron en territorio rumano hasta alcanzar ciudades tanto al sur como Milán.
El imperio luchaba por rechazar los ataques que les llegaban del exterior, pero, mientras tanto, también comenzaba a desintegrarse desde dentro, socavado por guerras civiles y una inflación galopante. Al mismo tiempo se había empezado a abrir una brecha entre la mitad oriental del imperio, de habla griega, y la mitad occidental donde se hablaba el latín. La principal ciudad del Imperio de Oriente era la antigua ciudad griega de Bizancio, en Asia Menor (lo que es hoy Estambul), que había ido creciendo en riqueza y población hasta rivalizar con la mismísima Roma. En el 324, el emperador Constantino hizo de ella su capital, calificándola de una “Nueva Roma”, rebautizándola como Constantinopla.
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