AUGE Y CAÍDA DE ROMA II

Constantino, hijo de un oficial del ejército que había alcanzado la condición de vice emperador, se había abierto camino hasta el trono imperial por medio de una serie de guerras civiles que emprendió tras ser proclamado emperador por sus propias tropas durante su campaña en Bretaña. Atribuyó su éxito a la intervención del dios del cristianismo, religión a la que se había convertido. En su época existían ya cientos de congregaciones cristianas dispersas por todo el imperio.

El cristianismo conoció un verdadero impulso en el año 313, cuando Constantino emitió un decreto –el llamado edicto de Milán—que garantizaba el respeto a todas las religiones, pero que favorecía especialmente al cristianismo al hacer de ella la propia religión del Estado, y restauraba a la Iglesia todos los bienes confiscados durante las persecuciones anteriores. Durante el resto de  su reinado, Constantino colmó de riquezas a las iglesias cristianas y tomó parte activa en los asuntos de la Iglesia. Siguiendo el ejemplo del emperador Constantino, las clases dominantes adoptarían el cristianismo como la religión que había que profesar para estar a la moda. En 337, cuando el emperador murió, este podría haber afirmado, de modo razonable, que había sido su inquebrantable devoción la que había posibilitado que las enseñanzas de Jesucristo pudieran un día llegar a constituir la base de una religión profesada a nivel mundial. En el 380, cuando otro emperador, Teodosio I, se negó a reconocer los antiguos dioses romanos e hizo del cristianismo la religión oficial del imperio, esta mera posibilidad se convirtió en una clarísima probabilidad.

Una de las cosas, sin embargo, que ni Constantino ni sus sucesores podían aspirar a cambiar era la enérgica marea que rozaba ya las mismas fronteras del imperio. Después de la muerte de Constantino, la presión de los bárbaros del norte se hizo más pertinaz. En el 376 los godos cruzaron el Danubio. En diciembre del 406 los vándalos y los suevos cruzaron el congelado Rin e invadieron buena parte de la Galia. Por último, en el 410, los visigodos penetraron hasta el corazón del imperio, y saquearon la mismísima Roma. Durante tres días y tres noches se dedicaron al pillaje y desvalijaron la ciudad, mientras que aquellos de sus ciudadanos que estaban en condiciones de hacerlo, huyeron.

En el 455, Roma fue saqueada de nuevo, y de modo más concienzudo, esta vez por los vándalos. En el 476, llegó el turno de otro grupo de invasores procedentes del norte, los godos. En esta ocasión, los visitantes se quedarían en la ciudad. Su general, Odoacro, con la bendición de las autoridades imperiales de Constantinopla, se proclamó, asimismo, “Rey de Italia”. Cuando lo hizo, el Imperio de Occidente, que ya se había disgregado, dejó de existir como tal.

El Imperio Oriental de Constantino se mantuvo hasta que fue conquistado por los turcos en el año 1453. Pero el 476, año en que el Imperio de Occidente bajó el telón, constituye un indicador que nos ayudará a trazar de modo práctico una línea divisoria entre la edad clásica de Grecia y Roma, y el mundo de la Europa medieval.

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