Con cierta reticencia… – Elbio Firpo

decidí rescatar esta lejana anécdota familiar en la que debo incluir-mal que me pese- una palabra soez, una palabrota, seamos claros, que en mis desvelos “literarios” es clave para despertar cierta gracia-si es que la hubiera- en su simplísimo desarrollo.

Reticencia absurda por imaginar que algún desprevenido lector se ofenda por el exabrupto y mi prestigio sufra un daño irreparable.

Que iluso. A lo largo de los años he podido comprobar, dolorosamente, que salvo unos pocos, madre, hermanos, algún amigo de hierro y los amables kamikazes de costumbre, nadie se acercó nunca a cuestionarme el sentido de una frase,  la intención aviesa de otra o la descalificación evidente de un personaje fácilmente reconocible.

Tengo la absoluta convicción que la seguridad física de los quinientos ejemplares de mi modesta publicación no han sufrido más daño que un rápido y curioso pasaje de hojas con su vientecillo correspondiente.

Mi padre era un hombre serio. Llegaba puntualmente a las seis y cuarto de la tarde. Tiempo que le llevaba trasladarse de la Central Telefónica de la Aguada hasta nuestra casa. Debo reconocer que mi condición de hijo “del medio” me otorgaba algunos beneficios basados en la incierta creencia que, hija pequeña y hermano mayor, se repartían la mayor parte del amor de sus progenitores. Mi aliado incondicional era mi abuelo paterno, viudo, para quién, sin duda, yo era su nieto preferido.

La seriedad, conjeturo, provenía precisamente del abuso que, en ocasiones, hacía de tales facilidades y la impunidad que me daban los largos y cariñosos brazos de su padre.

Entre mis amiguitos escolares de entonces, se destacaba Armandito, vecino, al que mi padre había tomado una cierta inquina. Es probable que tuviera razones para ello, era callado y algo hosco, lo que no facilitaba las mutuas simpatías.

Solía estar mucho en casa a la hora en que mi padre llegaba. Si el tiempo estaba bueno jugábamos afuera. Una gran higuera centenaria, presidía el amplio fondo. Trepábamos sus gruesas ramas simulando estar volando. La higuera era también la consentida de mi padre que año a año, apenas los higos adquirían su forma, les ponía una gota de aceite que favorecía su crecimiento. Uno por uno. Por lo tanto, nuestra diversión preferida, hamacarnos en lo alto de su copa, constituía una agresión inaudita a su árbol predilecto.

Cuando llovía o no estaba para jugar afuera nos quedábamos adentro. La amplia cocina era el lugar donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo. Dos ventanas miraban al fondo. Una amplia mesa donde mi madre servía las comidas del fogón al plato. La radio y dos sillones de cuero bastante vapuleados pero muy cómodos. Cuando mi padre llegaba y veía a Armandito, hacía un imperceptible gesto de saludo y se quedaba en el comedor contiguo, oscuro y frio, encendía una portátil y hojeaba un libro hasta que mi amigo se iba.

Y fue una tarde de aquellas, lluviosa y fría, que mi madre decidió hablar con mi padre respecto a su conducta con respecto a Armandito.

  • Luisito- comenzó persuasiva- me parece que deberías mostrarte más simpático con Armandito. Puede que él no sea un dechado de virtudes, pero es el amigo más cercano de Rolandito- , se llevan muy bien y no te costaría mucho saludarlo más amablemente, preguntarle algo, no se, …me parece.
  • ¡Chiquita!…¡Otra vez!…Ya me lo dijiste…el pibe es un maleducado de aquellos…sale al padre, dicho sea de paso…y la madre…bueno…de tal palo…
  • Está bien, Luisito, no digo que no tengas razón, pero piensa en Rolandito…no es un buen ejemplo…tu eres el padre…y …bueno
  • Pero Chiquita-dijo ahora un poco menos vehemente- ¿Viste como se comporta? ¡ El si que no saluda! ¿ Y la higuera? ¿Viste como la sacude? A mi me parece que lo hace a propósito porque sabe como la cuido. ¡Eso si! Este año le voy a prohibir a tu hijo que suba cuándo empiecen los brotes. No por algo los higos del año pasado salieron como salieron…¡diminutos!
  • Esta bien…esta bien…pero no te pido mucho…una vez que lo hagas…pero si te ponés así…no te digo más…
  • Bue…bue…tampoco es para tanto- musitó como arrepentido de su arranque de furia- mañana, si sigue lloviendo voy a hacer un esfuerzo…pero lo hago por vos…Chiquita…que te quede claro…

Las lluvias de aquel invierno fueron prolongadas y continuaron al otro día tal como se había anunciado. Mi padre llegó a las seis y cuarto, como de costumbre, dejó su impermeable sobre una silla y en lugar de encerrarse en el comedor ingresó-para mi sorpresa- con paso firme en la cocina. Saludó a mi madre y después se dirigió a nosotros que jugábamos al Mikado sobre la mesa. Su rostro era una mueca que intentaba inútilmente simular una sonrisa. Se detuvo en silencio un tiempo que me pareció interminable. Después miró a Armandito y en esfuerzo supremo le modula:

  • Hola nene…¿ Como te llamás?

Yo no salía de mi asombro. Tremenda chantada de mi viejo . ¿Qué le pasaba? ¿No sabía acaso que era Armandito el amigo que veía todos los días del año?

La respuesta inmediata de Armandito excluyó cualquier interrogante al respecto.

  • Su ojete, señor.

Si por alguna razón imaginé haber escuchado mal la respuesta de mi amigo, la repregunta de mi padre, seguramente recelando de lo que había entendido, no me dejó dudas.

  • ¿ Como dijiste, nene?
  • Su ojete, señor…dije su ojete.

A más de siete décadas del episodio, suelo recordarlo amablemente. Los Peralta desaparecieron de nuestra vida. La higuera volvió a regalarnos los higos doble pechuga y bajo su generosa sombra mis padres se hicieron muy pero muy viejitos.

 

Elbio Firpo

Mayo 31 del 2020

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