Prólogo
Una alegoría, es, por definición : Una composición literaria o representación artística que tiene significado simbólico.
Este recurso suele utilizarse cuándo el escritor, si se tratase de una obra literaria, trasfigura la realidad, la disimula a través de símbolos sin hacerla desaparecer. Muchas veces es la única forma de ir preparando al lector para que descubra por si mismo, por ejemplo, una realidad terrible. Velos sugerentes, en ocasiones incomprensibles para el lector común, que , eventualmente, dejará el libro de lado. Los otros, los que insistan en la difícil tarea de intuir, adivinar incluso, se verán, probablemente gratificados, aunque no siempre ocurra así.
Una realidad terrible. La historia de los supervivientes de los Andes.
Como abordarla desde un punto de vista lejano en el tiempo, ascético y, paradojalmente cercano.
Solo existe un instrumento, la alegoría.
El relator es lo que el lector imagine, entidad, ser, o simplemente cadáver, testigo insólito de un grupo humano sometido a una penuria extrema.
Para los que vivimos aquella odisea, somos, de alguna manera, también sobrevivientes. Apenas necesitamos el soplo de un recuerdo para que aparezcan, nítidas y opresivas, las tenebrosas imágenes.
Pero no ocurre lo mismo con las generaciones más jóvenes, enteradas a través de la historia oficial, de películas, de infinidad de artículos, libros, conferencias internacionales, donde el ejemplo de esa indudable hazaña, demuestra que la voluntad del hombre termina triunfando sobre el peor de los desastres.
Descifrar la verdad detrás de la alegoría, será para ellos altamente improbable, carecen de las señales de una memoria propia. Y entonces el rapsoda deberá tomar la más amarga de las decisiones, iluminar la escena, retirar los velos, revelar la trama, hasta entonces, pudorosamente oculta.
Un fuselaje destrozado con grandes letras negras ocupa mi mente. Una sola montaña. El mismo grupo de hombres que a menudo me desvelan.
Como en la tragedia griega, nuestro Corifeo observa. No puede dialogar con el Coro distante. Pero comenta para si mismo, es decir para nosotros.
El hipotético recuerdo de su padre. Mulitas o Peludos. Los hombres definitivamente, en la horrible analogía, se habían transformado en Peludos, es decir en comedores de muertos, según la creencia popular. Tan inocentes como los sobrevivientes que cometieron antropofagia impulsados por el impulso vital de la supervivencia.
“Un estremecimiento me sacude y me sume en el desánimo” – manifiesta nuestro Corifeo- pero es el rapsoda el que lo siente, es decir, nosotros. Pesadilla recurrente de la que nunca nos libraremos.
Con la llegada de la primavera, el deshielo deja al Corifeo al descubierto. Los hombres no tardan en descubrirlo.
“ Este es mi cuerpo entregado por vosotros…Este es el cáliz de mi sangre”. La Iglesia recoge las palabras de Jesús en la última cena. Repetidas durante siglos, la gente llega a creerlas.
La Eucaristía es el sacramento de las iglesias cristianas, memorial de la muerte y resurrección, el cuerpo del Señor repartido entre los fieles.
Pero el Corifeo no es precisamente cristiano. Asiste a su propia y definitiva muerte y, en la bestialidad de la circunstancia, desaparece también la verdad de su testimonio.
Primo Levi, escritor italiano de origen judío, autor de poemas, relatos y novelas y superviviente del Holocausto, ha dicho.
“Dios no estuvo en Auschwitz “
Y nuestro modesto Corifeo si pudiera manifestarse diría.
“ Y en la cordillera tampoco”
Después de todo
Después de todo tienen derecho. ¿ Acaso no habría hecho yo lo mismo? Claro, no estoy en situación de discutir. Pero que no hable no significa que no vea las cosas. De hecho las veo todo el tiempo. Una especie de cámara fija oculta en el paisaje. Un francotirador amigable. No se. ¿Un observador involuntario? Si, eso es. Porque no estoy aquí porque lo haya elegido. ¿Si estoy cómodo? No podría decirlo. No siento nada. No escucho nada. Solo miro. El sol sale y se oculta sin que sus rayos me hagan entornar los ojos. Una ventana sin cortinas, sin postigos, siempre abierta a un horizonte extraño al que los días han hecho familiar. Nunca amigable.
Ellos se mueven en círculos pero permanecen mucho tiempo sentados muy juntos. Sobre todo al mediodía. En realidad digo “ellos” pero ¿ Que son ellos? Al principio ¿Cuándo fue ese principio? ¿Días? ¿Meses? No tengo idea. Pero en ese extremo me parecieron iguales a mi. Quiero decir humanos. Sin duda, aún desconociendo el dato cronológico exacto, el tiempo debió deteriorar mi retina, dañar mi visión, porque ahora ya no los distingo, morfológicamente hablando, como mis iguales. Son bultos oscuros. Como escarabajos de grandes caparazones. A veces, cuando el sol está alto, advierto sobre ellos algunos colores, rojos, amarillos, incluso reflejos que provienen de la parte alta de sus carapachos, donde imagino, más que distingo, sus pequeñas cabezas.
He observado últimamente un cambio en sus rutinas. Algo ha ocurrido.
Una energía nueva los motiva. Los veo moverse. Ya no deambulan en círculos alrededor del grupo. Buscan algo. Excavan el blando terreno con sus manos. ¿ O son acaso garras? Mis ojos, cansados de fijar la mirada en sus movimientos, me engañan, y los veo como las lejanas “mulitas” de mi infancia en Durazno. Y de pronto al recordar a mi padre repitiéndome una y otra vez – “Mulitas si, Peludos no” un estremecimiento me sacude. Y vuelvo a imaginar aquellos “bichos” oscuros alimentándose en la noche con vaya a saber que cosas.
El tener conciencia de mi propio estremecimiento me sume, por primera vez, en el desánimo. Algún tipo de existencia anida en mi a pesar de la inmovilidad, de la ausencia de dolor, del tiempo que transcurre. Si puedo ver es que, de alguna forma, una parte de mi cerebro funciona.
Y medra en mi, en lo que sea que soy o alguna vez fui, una angustia creciente.
Sea lo que sea lo que buscan, han confeccionado pértigas con trozos de aluminio y horadan el suelo repetidas veces hasta encontrarlo. Cuando eso ocurre todos ayudan al afortunado descubridor con entusiasmo. El abigarrado grupo de excavadores y la distancia me impiden saber que cosa han descubierto.
Desde hace un tiempo han suspendido su frenética actividad. Se reúnen a mediodía, apoyándose unos a otros ,cara al sol. Y permanecen largo tiempo en esa posición. Aletargados.
Pero hoy, cuándo quiera que sea hoy, recomenzaron su laboriosa tarea. La búsqueda se extiende más allá de mi mirada. Hacia el pie de la montaña que comienza a perder su impoluta blancura al aflorar la negritud de sus entrañas.
Intuyo que la primavera ha llegado a este helado confín. La nieve al derretirse se deshace en gotas que corren por mi rostro. No puedo sentirlas pero las veo deslizar por mis ojos distorsionando el paisaje.
Comienzo a ver una de mis piernas formando un incongruente ángulo al costado de mi cuerpo.
No tardará en ocurrir lo mismo con el resto de mi cuerpo. O lo que quede de el.
El cielo es tan azul. Tan diáfano el aire helado.
De pronto una sombra. Apenas un velo. No puede ser un nube. Entonces veo la punta del aluminio descubriendo el desgarrón de mi campera, la insensible herida de mi abdomen, la mancha glacial que oscurece mis piernas.
Adivino el grito de alegría cuándo la pértiga se eleva al cielo alertando al disperso grupo.
En alborozada turbamulta me arrastran al destrozado fuselaje.
En estupor supremo asisto a mi propia y terrible eucaristía.
Elbio Firpo. Octubre del 2015