¡Divino es Dios!

Discrepo con la concepción edulcorada, beatífica e imaginaria acerca  de la infancia como la época más felíz de mi vida. Me refiero particularmente a los ancianos que estamos próximos a los ochenta años.

He descubierto la inutilidad de mis esfuerzos para convencerlos de lo contrario, o por lo menos, de la aceptación de algún claroscuro en su utópica y brumosa concepción de nuestra prehistoria.

La frase del título, divino es dios, especialmente escrita con minúscula, corresponde a Ítala, madre de mis amigos y casi vecinos de puerta, cuyo amor por el señor, la llevaba a manifestar su fe en cuánta oportunidad se diera, corrigiendo al infractor de turno que, como muestra de admiración dijese, por ejemplo ¡ Pah Mario- que era su hijo- que divino monopatín te regalaron!

Allí, siempre atenta, levantaba el dedo y señalando al culpable nos recordaba ¡ Divino es dios!

La iglesia, el pecado y la culpa, el catecismo y la misa , estaban omnipresentes en nuestra vida y costumbres.

Afortunadamente mi padre no estaba entre los seguidores del crucificado pero poco podía hacer en una familia compuesta entonces por sus padres , dos hermanas y tres hijos. Por lo cuál todos recibimos, vestidos de comunión, el sagrado cuerpo que no tardó en deshacerse entre nuestros jugos gástricos, particularmente activos los domingos de mañana.

La curiosa iniciativa del padre Andrés, nuestro párroco, de vender “ terrenitos en el cielo” como forma de incrementar la menguada limosna de los fieles, colmó la paciencia de mi padre al enterarse de que sus hermanas, todavía solteras y viviendo con nosotros, promovían la compra de un solarcito en el paraíso. Finalmente la loable intención del padre Andrés no recibió la bendición papal y el intento inmobiliario pasó a ser una anécdota.

Pero el caso de Ítala, tan ligado a la religión, a la moral y las buenas costumbres, un ejemplo a seguir por sus vecinos más cercanos, me provocaban confusas y excitantes sensaciones.

Descubrir el secreto de Ítala fue absolutamente casual. Mi tia Aida, la más joven, tendría dieciocho años, y su amiga, Violeta, un poco mayor, se reunían todas las tardes en el murito del jardín de casa con un solo propósito, esperar a las cinco de la tarde que el esposo de

Ítala, un hombre, serio y callado, pasara frente a ellas vistiendo su uniforme de guarda de tranvía y su correspondiente cartera donde guardaría boletos y recaudaciones. Su coche salía a las cinco y media de la Estación Reducto.

Yo observaba, distraído y sin ser visto, desde otro ángulo del interior del jardín.

Vi pasar al padre de mis amigos, escuché su respetuoso saludo a mi tia y Violeta, vi que cuchicheaban. A pesar de no ser mi intención presté más atención y observé el movimiento de ambas.

  • ¡Ahí viene Aída!
  • ¿Dónde?
  • ¡ Viene desde la esquina por atrás de los árboles? ¿Lo vés ahora?
  • ¡Si…Si ¡…¡ Lo veo! ¡Se viene escondiendo!
  • ¡Claro boba! ¡ No vaya a ser que el marido se dé vuelta de golpe antes de doblar y lo vea entrar a su casa!

Y siguieron hablando excitadas por un largo rato de cosas  que obraron sobre mi espíritu como una potente vacuna que soliviantara mis infantiles y pacíficas hormonas.

No le echaré la culpa al crucifijo algo exagerado que lucía habitualmente Ítala. Mi rechazo religioso no llega a tanto. Pero imposible dejar de ver su oscilante vuelo sobre la tenue hendidura de su pecho. Quizás fuese ese contrasentido entre la inmaculada concepción religiosa a que nos obligaban y el oscuro secreto que acababa de descubrir, más parecido al pecado mortal que nos advertían los curas que al rostro de la virgen María, preguntándose, con increíble ingenuidad, quién le había puesto ese bebé en sus brazos.

De alguna manera la pérdida de la inocencia que compartía con mis amigos de la escuela y del barrio, se vió superada por aquella circunstancia y aunque seguí compartiendo los juegos infantiles, mis noches de niño tenían sueños de adulto.

En tardes lluviosas solíamos reunirnos en su casa frente al tablero de El Monopolio. Mis compañeritos de juego criticaban mi falta de atención, la compra errónea de propiedades, la reiterada caída en la cárcel, el desgano y el aburrimiento. Es que la casa, un modesto pero coqueto apartamento, irradiaba un aroma sugerente y adictivo, que aspiraba con placer profundo. Por primera vez en mi vida reconocía a mi temprana edad, el delicado perfume de una mujer. Pocas veces tuve la suerte de estar al lado de la dueña de tal bálsamo. Ítala entraba y salía a menudo a cambiarse de ropa. Apenas llegaba se desprendía de sus zapatos de taco alto con un gracioso y elástico gesto. Algunas veces, intuía un cambio de medias cuándo, distraída, la puerta entreabierta del dormitorio y mi imaginación, completaban la imagen. Y el último gesto, el más femenino. Inclinada sobre sus  piernas tomaba con sus manos los tobillos y en dos largos movimientos y un impúdico aletear de polleras, borraba arrugas invisibles de sus sedosas medias negras. Después abría la puerta y se perdía hacia alguna parte.

No diré que llevaba mi secreto placer alegremente. Rodeado de santos y santurrones, sufría, aún sin saber que cosa era, un profundo sentimiento de culpa. Como de algo mal hecho, pecaminoso y sucio. La contribución para ello provenía de mis tías que alertaban a mi madre de una delgadez creciente y de ojeras profundas. En inferioridad de condiciones mi progenitora cedió para que el padre Florete- ese era su curioso  nombre- recién llegado de España, me tomara confesión. El tal Florete, de escasos veinticinco años, era el biotipo del gallego de gruesa barba negra y piel muy blanca , al que mi tía Cata, impulsora de la idea, encontraba idéntico a Gregory Peck en su última película Las llaves del Reino como el padre Francis Chisholm, misionero en China.

Pero era otro gallego más niño que yo, el que me provocaba en partes iguales, fastidio y envidia. Se llamaba Pablito Calvo y era por entonces el niño más famoso, internacionalmente hablando, del cine español. La fama la había adquirido como principal protagonista del film Marcelino, pan y vino, que narraba la historia de un húerfano recogido por monjes franciscanos y que obra el milagro de alimentar al Jesus crucificado con un trozo de pan. Imposible olvidar el momento fílmico en que el brazo del cristo se extiende para tomar el alimento. Multitudes llorosas y desconsoladas con el tal Marcelino que termina muriendo, de una forma totalmente indolora,  acompañando al señor en una felicidad eterna.

Los Posters de la época mostraban a un niño descalzo, con un viejo pantaloncito con un solo tirador, estirando su bracito con una rodaja de pan en su manita hacia un brazo, algo fantasmal, que se aproxima.

Todas querían tener un hijo como Marcelino. Un hermano. Un sobrino. Mis tias sin duda. Yo miraba el poster y me preguntaba, no estoy descalzo, mi pantalón no luce andrajoso y lo sostiene un tirador completo. ¿Dónde está la diferencia?  Las manos surgieron como las más responsables. Las de Marcelino blancas e inmaculadas elevadas en una santa ofrenda. Las mías cuestionadas cada  sábado de tarde durante una hora por el padre Florete, interrogado hasta el hartazgo sobre mis malabares manuales y yo contestando, balero, trompo y bolita, padre, a veces remonto una cometa.

Hace unos años me encontré con el que creo el último sobreviviente y amigo de mi infancia.

Fue en nuestra empedrada calle donde nos reconocimos lentamente, como supongo hacen las viejas tortugas, entrecerrando los ojos y acercando caparazones.

En medio de nuestra arqueológica charla le pregunté por Ítala. Murió hace años- me dijo con una media sonrisa de afectuoso recuerdo. Pobre Ítala- continuó- ¿Vos te acordás cuándo la venía a ver aquel pata de bolsa jovencito a las cinco de la tarde escondiéndose entre los árboles? Pobre-volvió a repetir- ellos creían que nadie los veía y todos estabamos detrás de las ventanas con los visillos apenas corridos. La cuadra entera hacía lo mismo. Como nosotros eramos chicos no nos enterábamos de nada.

  • ¡Mirá vós- contesté por decir algo con voz ligeramente quebrada. Y el siguió diciendo- Murió viejita pero siempre muy coqueta. Escote, tacos altos y muy pintadita. Los últimos años le entró a fallar el “marote”. A mi me daba mucha lástima porqué los chiquilines, conociendo su historia, la agarraban para el “chorrete” y cuándo se cruzaban con ella le decían una y otra vez ¡ Buenas tardes Doña Ítala… que divino le queda ese vestido! Y ella, encorvadita sobre su bastón, les respondía siempre lo mismo.
  • ¡Divino es dios, queridos, divino es dios!

Caminé en un breve ascenso las tres cuadras largas donde había estacionado.

Desde esa pequeña altura mi calle desaparecía bajo la sombra de los frondosos plátanos.

El sol se ocultaba y la tarde se había puesto muy fria.

 

Elbio Firpo

Mayo de 2021

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