Entre los dones naturales de mi camarada de armas, destacábase su pestilente aliento. No era el único ni el más importante pero aquella halitosis espantaba. Me apresuro a declarar que no me considero una persona buena, por lo menos si me comparo con el resto de mi lejana promoción. Compartir el mate mañanero era solo para unos pocos. Para mejor, sus labios, que se abrían para posar la bombilla, dejaban entrever unos dientes lobunos y amarillentos por donde surgía el espantoso hálito. Sus manos, de dedos gruesos y blancos como butifarras, muchas veces se cerraron en amenazante puño para la fragilidad de mi aquilina nariz.
Su absoluta falta de humor me impulsaba al pitorreo constante, acaso excesivo, no solo sobre su aliento, sino sobre su forma de hablar, su engreimiento por su condición física y el hecho de haber sido seleccionado por el profesor de la materia para ponerlo al frente de la formación de gimnasia. El mote de Voligoma- de cuya autoría me acusaba falsamente- agregó un motivo más a nuestra sempiterna discordia.
Me declaro culpable de haber despertado su furia y posterior venganza con un acto impulsivo del que no tardé en arrepentirme.
Fue durante un recreo entre clases que se acercó a mí sonriente, cosa particularmente extraña, sosteniendo un sobre. Se aseguró que estuviésemos solos y me mostró su contenido. Una carta de amor. Siempre sonriendo cubrió la parte escrita con recato dejando visible solamente la despedida de su amada. La estilizada firma se extendía sobre el rouge de una boca entreabierta en amoroso beso. Volvió a guardarla en el sobre y se alejó rumboso.
A la sorpresa de la novedad, mi inquieto espíritu, que alguien calificaría de ruin, planificó el secuestro del documento para conocimiento y” demás efectos”, del resto de mis camaradas.
Porque no cabía duda que el Voligoma, había jugado su “carta ganadora” en forma absolutamente personal. Lo llevé a cabo durante uno de los recreos mientras hacía uso del baño. Llamé en forma urgente al resto de la clase antes que el dueño abandonara el mingitorio. La respuesta fue inmediata, el jolgorio total. Embriagado por mi éxito quise coronarlo con un tosco dibujo sobre el pizarrón del salón. Con gruesos trazos de tiza, casi irreconocibles, el Voligoma, representado con una enorme boca desprendiendo invisibles y fétidos efluvios intenta besar a una dama con el rostro cubierto por una enorme máscara anti gas.
Casi de inmediato el Voligoma entró al salón. Miró el dibujo y se lanzó sobre mi. Los detalles no importan, su reacción era comprensible, mis camaradas lo detuvieron a duras penas. Una calma aparente se estableció entre nosotros. Dejó de hablarme, y cuándo lo hacía por razones del servicio, su mirada metía miedo.
Esto ocurría en un lejanísimo noviembre de los sesenta.
Dos días antes del temido examen de Geometría Analítica.
Declaro sin ambages mi condición de ladrillo para todo lo que se relacione con números, cálculos, raíces cuadradas incluyendo las más sencillas operaciones de restar y sumar.
La obtención de mi preciado título y consagración de mi sueño de volar, se lo debo a mis camaradas que, arriesgando la pérdida de sus propios exámenes, se la jugaron. Pequeñas bolitas de papel llegaban por el aire a mi escritorio con las respuestas a los ejercicios y problemas de cada examen. Debían ser y lo eran, extremadamente prolijas por cuánto, para mi, esto es profundamente cierto, aquellas incógnitas matemáticas me resultaban lo mismo que traducir los jeroglíficos de un templo egipcio.
No valía la pena estudiar. Tiempo perdido. Era necesario planificar las operaciones de lanzamiento con absoluta precisión y mantener una calma gélida sin levantar la vista de la mesa hasta el momento preciso.
En suma, un examen duraba tres horas, yo debía simular hasta diez minutos antes del término previsto. A esa hora mis camaradas “lanzadores”, eran dos, habrían terminado sus trabajos y el minucioso traslado a los diminutos proyectiles que contenían mi salvación.
El Coronel Ingeniero que presidía la mesa examinadora tenía justa fama como ejecutor de “tablones”. Lo secundaban un profesor de Matemáticas y un Tte. Primero que sería responsable del férreo control disciplinario que ejercería a rajatabla.
Lo primero que dispuso al entrar fue cambiar el orden habitual de los escritorios. Golpe inesperado que trasladó a mis dos amigos a una distancia mayor de lo habitual. Uno a cada lado del salón. Yo debí ocupar el último lugar alejado, incluso del “pelotón”, punta de un triángulo que alteraría toda la operación.
Como en la Operación Black Buck que conoceríamos veinte años después, en que los Bombarderos Vulcan atacarían las Islas Malvinas repostando en la isla Ascensión, la solución alternativa era encontrar un camarada que oficiara de isla y desde allí lanzarme los invalorables “misiles”.
El comienzo de la tragedia fue constatar que el cadete más próximo, sentado delante de mi, era el Voligoma.
En aquel momento, casi entrando en pánico, no podía pensar en otra cosa que salvar el examen como fuera posible. Mucho menos imaginar que rencillas menores pudieran alterar el bien mayor de ayudar a un camarada en apuros.
Tuve tiempo de mirar a los “lanzadores” señalando el cambio de estrategia. Ambos asintieron. Los envíos irían directamente al Voligoma, de quién, hasta el momento, solo veía sus espaldas.
Las dos horas cincuenta minutos que pasaron sin levantar los ojos de la mesa fueron interminables. Miré a mis “lanzadores” de la forma más discreta. Ambos respondieron de la misma manera. Ahora a esperar que el severo vigilante se descuidara un par de segundos.
De pronto una ayuda inesperada. El soldado de Bedelía informaba que el Tte tenía una llamada. El Coronel autorizó su salida para que la atendiese. Era el momento. El primer “lanzador” tuvo un tiro perfecto. El segundo, falló el primer tiro que quedó corto, pero el segundo en medio del escritorio del Voligoma.
Con igual exactitud llegaron los dos últimos envíos.
Ahora solo restaba que mi camarada me los pasara aprovechando la corta distancia y la ausencia temporal de vigilancia. Pero el tiempo se terminaba y el Voligoma no reaccionaba. Observé el movimiento de sus brazos y aunque no veía sus manos, colegí que estaba abriendo los invalorables ejercicios. Los leía, los comparaba con los suyos, y así siguió ante mi creciente desesperación.
Después, inclinando su pecho giró lentamente la cabeza, y mirándome con una sonrisa lasciva, se comió una por una todas mis esperanzas. En sus ojos, como en el poema de Osiris Rodriguez Castillo, El Malevo, “ se habían quemado los recuerdos”.
La pérdida del examen significó que en febrero debí repetirlo en la soledad del salón de clase frente al mismo pelotón que no dudó en ejecutarme.
Incluía que debía repetir el año, me separaba de mi tanda de ingreso, retrasaba la posibilidad de empezar a volar y egresar, con suerte, un año más tarde.
Han pasado casi sesenta años de lo que narro. La historia trascendió el tiempo. En general se recuerda como algo divertido.
Voligoma fue llamado por el Señor tempranamente. Apenas pasada la cincuentena. Designios inescrutables de la divinidad. Me hubiera gustado, de ser creyente, que el Voligoma pasara una temporada en el Purgatorio, sigo pensando que no era tan malo como para ser enviado al Infierno. Pero la Iglesia al parecer clausuró esa parada técnica rumbo al Paraiso, por lo cuál, no puedo imaginar cuál sería el destino de su alma.
Debo, sin embargo, hacer un reconocimiento póstumo.
La noticia me llegó en momentos en que atravesaba una dolorosa separación. Vivía solo en un pequeño apartamento con los restos repartidos de un naufragio. En público intentaba mostrar un rostro indiferente, sobre todo ante la sorpresa de mis amigos. A todos contestaba afablemente y solía terminar el diálogo con la ridícula frase “son cosas de la vida” y un gesto “ de no hubo otro remedio.”
En el silencio alfombrado de la Empresa había poca gente. La viejecita estaba junto a su hija, solas en la sala mortuoria. La madre del Voligoma siempre me había prodigado un cariño maternal que yo retribuía de igual manera. Ahora, mientras esa cálida bolsita de huesos se pegaba a mi en doloroso abrazo, un llanto tumultuoso se derramaba inesperado por mi rostro. Y me fui distendiendo en una flojera bienhechora como si las lágrimas arrastrasen, diluyendo, una pesada carga.
Me alejé sin saludar a nadie. Un grupo de personas me observaban en respetuoso silencio.
Seguramente imaginaron lo mucho que quería al Voligoma.
Elbio Firpo
Mayo 24 del 2021