A la hora señalada, en el espacio de tiempo que el sol de la mañana inundaba el lugar enrejado que daba acceso a la casa de Tomás Diago 821, los vecinos dirigían sus miradas con el sincero propósito de saludar al entrañable Oscar, un Bull Dog de flama inglesa y corazón criollo.
Su respuesta era predecible, una flexión indeterminada de sus piernas para dar lugar a un amistoso movimiento. Su mirada encendida daba lugar a una caricia que inflamaba su espíritu y emocionaba al cotidiano transeúnte, sin descartar la presencia de los de su especie. Oscar tenía en el barrio una fama bien ganada.
Alejo fue su primigenio y legítimo dueño, Patricia y Juan sus tutores, Carmen su madrina y cuando la casa cambió de dueño, pero no de familia, fue adoptado por el hogar de Anick y Juan Ignacio. Impensable era, pues, separarlo de su patio, del recorrido inesperado del interior de la casa y la tentadora escalera de acceso a la planta superior.
Oscar fue un personaje de un bien ganado prestigio. Su porte señorial, su expresión amistosa e inquisidora. Dos obsesiones desorientaban a sus dueños: la atención que despertaban los niños y en el vértice de lo incomprensible, su pasión por pelota. Tal vez sus ancestros adoraban al sol o la redondez de la luna llena.
Infinidad de anécdotas podríamos relatar para dimensionar la importancia que tuvo en nuestras vidas. Porque Oscar fue parte de ellas; la foto no estaría completa sin que Oscar disfrutara del sol en su patio, cotidiana espera del trozo de queso en el desayuno, Carmen conversando con su ahijado y su vespertino paseo, Patricia y Juan gravando en sus mentes la relación de Alejo y su mascota, Anick y Juan Ignacio respondiendo a sus ladridos.
Los vecinos notaron su ausencia, bastó sólo un minuto para que Oscar emprendiera otro camino. También la vida de los perros tiene un sentido trascendente y quienes interpretan el amor que su alma transmite enriquecen su vida.
Podríamos decir, después de ver las lágrimas que vertieron los humanos de su cercanía que Oscar dio muchas cosas intangibles, sin dudas, las que llegan al corazón de los humanos.