Alguna vez he escrito que una de las cosas –persona en este caso– que más respeto en el mundo es un marino mercante. Me crié en un puerto mediterráneo y eso imprime carácter; pero también tuve ocasión de navegar con algunos de ellos, y de todos conservo recuerdos admirados y precisos. A su lado aprendí, por ejemplo, que un barco no es una democracia. Ni debe serlo. Aquél es un mundo con reglas aparte. Y aunque ahora, gracias a la tecnología moderna, un marino sólo es un empleado sin decisión propia, sometido al control directo de su armador, yo aún tuve el privilegio de conocerlos cuando las cosas eran distintas. Cuando el mar era un lugar remoto donde un ser humano tomaba sus propias decisiones y un capitán era responsable único de su barco, su carga, su pasaje y su tripulación.
Me crié entre ellos, como digo. Varios familiares y amigos íntimos de mi padre, que navegó algún tiempo en petroleros, eran capitanes de la marina mercante, y mis recuerdos infantiles están poblados de sus charlas tomando café o unas copas en casa, jugando al ajedrez, echando humo por sus pipas; de las historias que acicateaban mi imaginación y fraguaron el respeto del que antes hablé: maniobras, tragedias, el naufragio del Castillo Montealegre, la gran pelea del puerto de Rotterdam… Y uno de los relatos que me impresionaron entonces fue el del convoy PQ-17, en el que un conocido de mi padre –creo recordar que se apellidaba Viñas– aseguraba haber estado a bordo de un barco de bandera panameña. Después, con los años, indagué sobre esa historia hasta conocerla mejor. Y ayer mismo, mirando unas viejas fotos de mi padre y sus amigos, me acordé de ella. Una historia dura y cruda de mar y de guerra. De marinos de los de antes.
Escoltado por buques de guerra británicos y norteamericanos, el convoy PQ-17, compuesto por 33 mercantes, salió en junio de 1942 de Reykiavik hacia Murmansk, en Rusia, llevando ayuda para los aliados soviéticos. Las fechas eran malas, pues al frío y al hielo de esas aguas se unía el hecho de que en tal época del año el sol apenas se ocultaba tras el horizonte, y 18 horas de luz diurna facilitaban la localización por la aviación y la marina alemanas, cuyas bases estaban cerca. Y así ocurrió. A partir del 1 de julio, una vez al este de la Isla de Los Osos, empezaron los ataques de aviones y submarinos. Amparándose en bancos de niebla, defendidos por la escolta, los mercantes navegaban agrupados, despacio, a sólo ocho o nueve nudos, encajando con estoicismo la ofensiva enemiga. Todo parecía ir bien hasta que el 4 de julio la inteligencia británica creyó –erróneamente– que los acorazados alemanes Tirpitz y Scheer y el crucero Hipper habían zarpado de Noruega para atacar el convoy. Y entonces, ante el temor de que fuesen destruidos los buques de guerra de la escolta aliada, necesarios para otras misiones, se dio orden a éstos de abandonar a su suerte al convoy; y a los capitanes de los mercantes, la de dispersarse e intentar alcanzar Murmansk cada uno por su cuenta.
Ése, el del abandono, es el momento que de niño me puso los vellos de punta al escucharlo y aún hoy al evocarlo: aquellas tripulaciones de indefensos mercantes viendo alejarse la escolta, rompiendo la formación para dispersarse lentamente y correr cada cual su propia suerte, solos en la inmensidad gris de unas aguas donde un náufrago no sobrevivía más de un par de minutos. Puedo imaginar perfectamente a los capitanes de pelo cano y arrugas en el rostro inclinándose angustiados sobre las cartas náuticas, calculando con el compás de puntas cómo navegar las 800 millas restantes, qué ruta seguir, cómo llevar a puerto a sus barcos, sus tripulantes y su carga. Me conmueven el desamparo y la grandeza de esos marinos sentenciados, dispersos, tenaces, que pese a todo siguieron adelante, cumpliendo con su deber incluso cuando los aviones y los submarinos alemanes les cayeron encima. Porque lo que vino a continuación fue una matanza: una cacería sin misericordia. Artillados algunos con sólo pequeños cañones ligeros y ametralladoras –las mujeres tripulantes del petrolero ruso Azerbaijan se defendieron y combatieron su incendio como leonas–, los solitarios mercantes fueron localizados y hundidos uno tras otro: de los 33 que habían zarpado de Reykiavik, sólo 10 llegaron a puerto. El resto se hundió en las aguas del Ártico.
Y, bueno. Ésa es la breve historia del convoy PQ-17. La que oí contar de niño y la que a ustedes les cuento ahora: una historia de navegantes en tiempos en los que aquéllos aún lo eran de verdad. Capitanes y tripulantes que parecían personajes de un libro de Joseph Conrad. Auténticos y admirables marinos de leyenda.