El Habano – Elbio Firpo

 

Esperaba en el rellano de Suárez que bajara el Presidente de sus habitaciones privadas. La escalera cubierta por una gruesa alfombra de lana de color azul bolita, contrastaba con los tonos habanos de la madera y había sido un esfuerzo vano pretender mantener el viejo alfombrado visualmente armónico cuando se preparaba la visita del Rey Juan Carlos. Siempre tuve la sensación de una tricota azul puesta sobre pantalones de pana marrones. “ La quiero de este color “, había dicho. Y la discusión monólogo había terminado.

Eran las dos y media de la tarde. Suarez silencioso. El edecán debía esperar que el Presidente apareciera en lo alto de la escalera, para entonces avisar al Comisario encargado de la custodia y se desatara el aquelarre de coches, policías de azul, llamadas de radio, hasta la aparición solemne del  Mercedes frente a la puerta principal. Mientras tanto, todo el mundo hablaba en susurros.

En el tedio de la espera, había adquirido la costumbre de mirar las pinturas, la araña de cristal, los detalles de puertas y ventanas. Ocasionalmente me sentaba.

Esa tarde teníamos prevista la salida hacia el Palacio Estévez a las tres menos cuarto. Eran menos veinticinco. A pocos pasos del pie de la escalera se encuentra el despacho privado del Presidente. De hecho, los edecanes no teníamos prohibición de entrar, aunque raramente lo hacíamos. La puerta estaba entreabierta.

Esos diez minutos faltantes podían hacerse muy largos. Podría gastar, con absoluta seguridad, cinco, en la contemplación de los trofeos que atesoraba el primer mandatario en su lugar de trabajo privado. Como un niño bien enseñado, puse mis manos a la espalda y entré.  A mi izquierda, un cristalero enorme exhibía boleadoras, rastras, cuchillos, mates, objetos de plata, recuerdos de visitas e intercambios protocolares de obsequios.

El caballo, aunque naturalmente ausente, era el centro de de culto en la habitación. Fotos y esculturas mostraban claramente la fuerte afición hacia la caballería del dueño del despacho. Sobre el olor clásico del cuero de los sillones, de un lejano aroma after-shave sobrio, acorde al hálito recio que suele atribuirse al arma montada, otro, más sutil, hizo que dirigiera mi mirada hacia el escritorio. Una caja, una pequeña caja, supongo que de cedro o de una madera igualmente fina y trabajada, desprendía el ahora  inconfundible bálsamo de los habanos importados.

Los habanos son mi debilidad. Tienen, como la pipa, lo sofisticado de su manufactura y un ritual lento , casi amoroso, que se lleva a cabo en rincones íntimos y confortables. A la suma de deleites que nos ofrece el habano, que no detallaré ahora, como el adorable crujido al deslizarlo entre los dedos o su denso humo que , sin inhalar profundo, saboreamos en nuestra boca, se agrega el placer de la caza.

Nada como un habano capturado. Solo uno. Supera ampliamente al que se nos ofrece, y mucho más al que adquirimos. Si el habano es importado y su hábitat de difícil acceso, el placer puede resultar casi orgásmico

Levanté lentamente la tapa. Allí estaban, como alongados submarinos y con etiquetas doradas de una famosa marca holandesa. Los habanos solo esperaban por mi mano .  Todo era riesgoso. Desde la aparición del camarero de servicio hasta la presencia del propio Presidente o la eventualidad de una trampa caza-bobos ingeniosamente montada para atrapar mi mano. Nada me detuvo. Mi brazo reaccionó como el rayo y la desprevenida presa pronto estuvo en el bolsillo interior de mi chaqueta.

Cuando iniciaba la retirada, sonó ominoso un timbre de alarma. ¡Descubierto y en superficie! Un terror pánico me paralizó en plena guarida del lobo. Una sombra tras los visillos-“Baja el Señor Presidente”-me anunciaba el camarero, haciéndose

visible en el vano. Apenas tuve tiempo de salir de la habitación y pararme al píe de la escalera.

Me latía dolorosamente el corazón, al que el timbrazo asestara tan duro golpe. El habano se me clavaba en el pecho y parecía tener del tamaño de un salchichón gigantesco.

Desde lo alto de la escalera el Presidente comenzaba el descenso.

 

-“Buenas tardes, Saldías”.

-“Buenas tardes, Sr. Presidente”.

 

Por un minuto esperamos, uno junto al otro, que se acallaran los ruidos de motores y apareciera el Jefe de la custodia para anunciarnos que todo estaba pronto. El Presidente se calzó un sombrero de fieltro inglés, se miró al espejo y después se acercó a la puerta. Durante sus movimientos mi vista permanecía perdida en la nada. Algo así como una reminiscencia precautoria ante la tragedia de la mujer de Lot, me lo aconsejaba.

Se abrió la puerta. “Estamos prontos”, dijo el comisario. El “Mercedes” con las puertas abiertas, esperaba. Descendimos las escaleras de mármol blanco y nos introdujimos en el auto. Afuera detenían el tránsito. Se abrieron los portones enrejados y salimos. Ulular de sirenas. Velocidad en la marcha que abrían las motos.

Dentro de mi chaquetilla el habano cobraba vida. Parecía deslizarse en mi bolsillo. Inmóvil en mi posición al lado del Presidente comencé a transpirar. Apenas respiraba, creyendo con ello detener el  movimiento reptante del cigarro. Debo pensar en otra cosa. “El “no puede moverse por sí.

Habíamos tomado 19 de Abril hacia Agraciada. La ruta era cambiada todos los días y la indicaba antes de salir el comisario a los dos motociclistas. Yo miraba los altos árboles de la avenida. La gente que nos observaba. En una esquina una anciana nos saluda con la mano. Ocurría eventualmente con gerontes miopes. Agraciada. Las motos detienen un ómnibus que frena bruscamente. Pasamos raudos. El chofer del bus parece estar masticando algo cuando nos mira.

El habano se corre lentamente sobre mi tetilla izquierda. Tengo ganas de gritar:”¡Me rindo, Sr. Presidente!  ¡Tome usted su habano!”. Pero nada digo. Dejamos Agraciada y tomamos una calle adoquinada. La Rambla portuaria. Me tranquiliza la vista de los barcos amarrados a sus muelles.

Observaba un poco de través y al frente para no dirigir la mirada al perfil silencioso de mi derecha. De pronto, cuando casi olvido a mi reptante habano, el dolor de mi brazo izquierdo, que en tensión permanente quería evitar su fuga y aun el creciente sentimiento de culpa, la voz del Presidente me volvió a la realidad.

 

-“Saldías”-dijo, hablando por primera vez desde que salimos.

 

-“Si, señor Presidente”

 

-“Que es eso que tiene allí?”- y señaló con un gesto mi pectoral izquierdo. ¡Ahora sí! ¡Se terminó todo! Seguramente el habano estaría saliendo por entre los botones de mi casaquilla o quizás, desmesuradamente crecido, abultaba como un seno a punto de estallar.

 

-“¡No dispare!  ¡Es el habano “, casi confieso sin más trámite.

 

-“¿Qué le pasa , Saldías-se siente bien? “ – insistió el primer mandatario al ver que llevaba mi mano al pecho, e impresionado por la palidez extrema de mi rostro.

 

-“No, no, señor Presidente, estoy bien.”-modulé desfalleciente, intentando atrapar una partícula de aire que me  sacara del “knock-out”técnico.

 

-“Esa insignia, Saldías…debajo de su insignia de piloto aviador…¿De qué es?”

 

Solté el habano, inocente objeto que cayó exánime dentro del bolsillo, quebrada su columna vertebral por el pánico de mi mano culpable. Después la retiré del interior de mi casaquilla y con el dedo índice, tembloroso y húmedo, toqué la insignia. Sentí que mis fuerzas me abandonaban, que mi cara adquiría una expresión bobalicona y distendida como la de las huestes adolescentes de Onán y dije:

 

-“De Estado Mayor, Sr. Presidente…de Perú”.

 

Volvió su rostro al frente. Resonaban las sirenas y los chirridos de cubiertas en tanto subíamos por Juncal para llegar a la Plaza Independencia.

Rodeamos la Puerta de la Ciudadela; se agitaban las banderas del Victoria Plaza, volaron las palomas y nos detuvimos entre voces de walkie-talkie frente a la Casa de Gobierno.

El Jefe de la Casa Militar, el Director de Protocolo, el edecán del Ejercito y el Secretario Privado, nos esperaban.

Subíamos entre alfombras rojas en multitud.

Me quedé un poco atrás tomando aliento. En el último instante, cuando creía que se había olvidado de mi persona,  vi que el sombrero inglés giraba y nuevamente tuve enfrente su acerada mirada.

 

-“Saldías…que el médico de servicio le tome la presión…usted está muy pálido”

 

-“Si, señor Presidente”

 

Pasados muchos años, guardo en uno de los cajones de mi escritorio, el quebrado cuerpecito del habano. Suelo acunarlo cuidadosamente en la palma de mi mano. La pequeña momia me trasmite aún , el antiguo hálito de una época de faraones.

 

Elbio Firpo.

 

 

 

 

 

 

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