EL INTELECTUAL REVOLUCIONARIO SEGÚN MAX WEBER

Max Weber (1864-1920) fue un sociólogo, economista, jurista, historiador y politólogo alemán, considerado uno de los fundadores del estudio moderno de la sociología y la administración pública.

Después de la Revolución Rusa, el arquetipo del intelectual revolucionario pasó del terrorista anarquista al bolchevique, el nuevo espectro que recorría Europa. En su famosa conferencia “La política como vocación” (1919),  Max Weber  esbozó esta última figura distinguiéndola de otros actores sociales como el burgués, el académico o el político responsable. A diferencia de éstos que, que encarnaban una “ética de la responsabilidad” relacionada a la vez con la racionalidad de su profesión y la capacidad de prever las consecuencias de sus acciones, los intelectuales eran los sujetos sociales menos confiables y más impredecibles. El burgués interioriza la ética protestante del trabajo, que se basa en una forma de ascetismo terrenal orientado hacia un sistema racionalmente organizado de producción y generación de ganancias. El académico es un hombre de ciencias: su conocimiento es objetivo y axiológicamente neutral, lo cual le permite alcanzar una distancia crítica libre de toda interferencia emocional. Como el artista, el político responsable –que cumple su vocación por la política- escapa a las reglas de la racionalización y no está sujeto a un orden jerárquico, pero no ignora los intereses superiores de su país. El intelectual, por su lado, no pertenece a una clase o a un “orden” y no ocupa una posición estable en la estructura de la sociedad o la economía. Mientras que las clases y los órdenes –piénsese respectivamente en la burguesía y el clero- tienen una cosmovisión coherente y sumamente desarrollada, los intelectuales están desarraigados en lo social y son fluctuantes en lo político, una condición inestable que los impulsa de manera casi natural hacia el anticonformismo y la crítica de los poderes establecidos. Resistentes y refractarios por naturaleza a todas las instituciones dirigentes, se convierten en una fuente de caos. En tiempos de agitación social y política, es probable que se incorporen a movimientos revolucionarios. En su mayoría carecen de raíces, son forasteros, emigrantes y con frecuencia periodistas. Al final de la Primera Guerra Mundial, los atraían las posturas extremas y demagógicas, estaban expuestos a pasiones contingentes y tenían una irresistible tendencia a forjar sueños mesiánicos. Así eran los bolcheviques, intelectuales románticos que, “emocionalmente ineptos para la vida cotidiana o reacios a sus exigencias”, sienten de manera inevitable “hambre y sed del gran milagro revolucionario”. Era esa, la “excitación estéril” de “un tipo particular de intelectual”, el miembro de una “casta de parias” –tanto rusos como alemanes- que había tenido un papel crucial en “el carnaval al que se honra con el orgulloso nombre de revolución”. Y tal era el deplorable resultado, terminaba Weber, de una acción política fundada en una falta de “clarividencia” y responsabilidad.

Combinaba con el extremismo político, la demagogia producía una nueva forma de mesianismo, el sucedáneo secular de una fe sepultada por la  racionalidad moderna pero todavía recordada con nostalgia, todavía anhelada. En una mención implícita de Georg Lukács y Ernst Bloch; dos jóvenes filósofos que habían sido miembros de su círculo de Heidelberg antes de la guerra y más adelante apoyaron la Revolución Rusa con un fervor coloreado de misticismo, Weber estigmatizaba la propensión de algunos “intelectuales modernos a amueblar su alma, por así decirlo, con antigüedades genuinas garantizadas”. La nueva religión se llamaba bolchevismo y su profeta era León Trotski, un intelectual que, “no contento con llevar a cabo este experimento en su propia casa” deseaba exportarlo y fomentaba “una propaganda sin igual por el socialismo a lo largo y lo ancho del mundo”, “Con la típica vanidad de litterateur ruso”, enfatizaba Weber, Trotski tenía la esperanza de provocar una guerra civil en Alemania “por medio de guerras de palabras”. Sus seguidores eran “intelectuales de café” que habían inventado una “política de la calle”, no para presionar a los gobiernos sino, antes bien, para poner en tela de juicio el Estado mismo. Como núcleos de una esfera pública antagónica con la política parlamentaria, los café actuaban como imanes para una multitud de intelectuales desarraigados, así como de activistas políticos ajenos a los partidos establecidos y carentes de un estatus social sólido. Entre éstos Weber incluía a los líderes del levantamiento espartaquista y la revolución bávara (Alemania) de 1919 –Rosa Luxemburgo, Karl Lienknecht y Kurt Eisner-, a quienes describía desdeñosamente como “un puñado de dictadores callejeros”.

Extractado de Enzo Traverso: Revolución. Una historia intelectual, 2022.

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