En el Lago Calcagno – El Borceguí

Hace cuarenta y seis años, en ese bucólico y apacible lugar, muy próximo al Aeropuerto de Carrasco, dos pilotos que no llegaban a los treinta años, murieron durante una misión de entrenamiento.

El relato que presentamos se ciñe a los hechos tal cuál fueron vividos por quien participó en el rescate-junto con muchos- de los cuerpos de sus camaradas.

Los nombres han sido cambiados preservando la memoria de unos y otros. Con excepción hecha de Juan Weiss que este año cumplirá noventa años.

Con Juan nos volvimos a encontrar hace un par de años. No pudo recordar mi nombre ni que cosas habíamos hecho juntos. Devolvió mi prolongado abrazo con una mirada interrogante y una sonrisa de quién ha hecho feliz a alguien pero no sabe porqué.

He vuelto a pasar muchas veces por el lago. Por la cercana carretera los autos pasan sin detenerse. Las cosas han cambiado. Una elegante construcción de lustrosas maderas, se yergue orgullosa. Botes, tablas de surf, pequeños veleros, y niños, muchos niños, corriendo y gritando por sobre la polución sonora de los altoparlantes.

Entonces solo estaban los eucaliptus y los juncos.

Desde el accidente un Juez de Instrucción fue la única autoridad para precisar- a partir de un macabro juego de Puzzle- cuándo podrían, familiares y amigos, considerar a Elizalde y Marquines, definitivamente muertos. Su labor, de una impasible indiferencia, consistía en aceptar o no lo que se le ofrecía.

Pero parecía no estar nunca satisfecho.

Lo que emocionaba a los rescatistas, trozos de tela fácilmente reconocibles como parte de un “mono de vuelo”, un polí con insignias de grado, no eran de recibo.

El hombre quería otras cosas.

Recordé la contundencia de Elizalde bajo el agua tibia de la ducha.

Ahora, sumergido en las aguas cenagosas del lago, nos sorprendía la fragilidad del cuerpo humano.

Y buscábamos, como en un rompecabezas infantil al que le faltaban piezas, armar lo imposible.

  El Borceguí

El avión se había estrellado en medio del lago próximo al Aeropuerto.

Una mala maniobra a baja altura durante una práctica acrobática ocasionó la muerte de sus pilotos.

A más de seiscientos kilómetros por hora la turbina del reactor de entrenamiento girando a miles de revoluciones por minuto debió trozar a sus tripulantes como una picadora.

A dos días de ocurrido el accidente, y a pesar de los esfuerzos de los buzos de la Armada, los cuerpos, o lo que quedara de ellos, no habían sido hallados.

Un severo Juez de Instrucción presente en el lugar consideraba que los despojos recuperados no eran prueba suficiente de la muerte de los Tenientes Elizalde y Marquines.

Saldías, buzo amateur y amigo de las víctimas, solicitó colaborar en la búsqueda.

A las cinco de la mañana, noche cerrada, atravesaron con Juan Weiss la vallada zona del lago.

Juan, veinte años mayor, viudo, con un único hermano, y el resto de la familia asesinados en Polonia durante la última guerra.

Era Conductor de troleybuses , Presidente del primer club de pesca submarina del Uruguay y dueño de un taller de mantenimiento y reparación de equipos de buceo autónomo.

Cuando Saldías le pidió su apoyo no dudó en dar parte de enfermo en AMDET, y dedicarse a preparar lo necesario para la inmersión del día siguiente.

Un reflector ubicado en una de las orillas del lago iluminaba la superficie con insólitos  colores  . El combustible derramado, un kerosén refinado de oleosa textura, provocaba el engañoso fenómeno.

Un viejo Sargento mateaba junto a un fuego casi extinguido.

Munido de lo que parecía una rama de árbol, Saldías reconoció al “Negro” Macedo, enfermero, a quien todos los cadetes de la década del sesenta, recordaban con cariño.

Algo recogía del agua, parecían cintas colgando de la improvisada pértiga. Después las depositaba cuidadosamente en una bolsa de nylon.

Amanecía. Los pilotos del Grupo de Caza se reunían silenciosamente en las orillas.

También estaba el padre de Elizalde y el inflexible magistrado.

Elizalde era un tipo macizo, no muy alto pero fornido, se habían conocido en el primer examen médico a su ingreso en la Escuela.

Saldías recuerda la vergüenza de aquel día. Los habían hecho desnudar a todos. Una veintena de aspirantes a pilotos. Tres médicos los hacían pasar de a uno. No había donde ocultarse. El frio o los nervios hacían que sus partes pudendas casi desaparecieran- o por lo menos así lo creía Saldías.

Elizalde por el contrario, de pecho saliente y mirada desafiante posó orgulloso delante de los facultativos.

El pudor familiar, severamente observado desde su niñez, desapareció para siempre en la embaldosada y antigua enfermería del Aeródromo Gral. Artigas.

Durante cuatro años volverían a verse diariamente al término de las clases de Educación Física.

Las bromas se repetirían incansablemente sobre las particularidades de sus cuerpos desnudos.

Y la geografía de esos cuerpos se fijaría para siempre en la memoria afectiva de todos ellos.

La transparencia verdosa del agua desaparecía más allá de los cinco metros. Cuando Saldías se apoyó sobre lo que creyó el fondo arenoso del lago, se hundió en un barro negro y liviano donde la oscuridad era total.

La brusca transición lo desorientó. Siguió descendiendo con aprensión creciente. A punto de desistir, su cuerpo chocó con el fondo invisible de limo gelatinoso.

Arriba Juan controlaba el equipo semiautónomo. Un pequeño generador, un tanque de aire y un tubo que lo unía a la máscara de Saldías.

En el descanso entre inmersiones Saldías se tendía en la pequeña cubierta del bote. El tibio sol de octubre apenas lo recuperaba de un frio creciente.

Los buzos de la Armada, utilizando una pequeña grúa, retiraban restos del motor y partes del fuselaje.

Había una cierta teatralidad en su tarea moviéndose afanosos en sus negros y llamativos trajes de neopreno.

Saldías consideraba esa labor como una pérdida de tiempo.

Lejos de la alharaca naval, un bote se deslizó lentamente a su costado. Uno de sus dos tripulantes remaba, el otro sostenía una larga cuerda a cuyo extremo ,un rozón de cuatro puntas, se hundía en el barro.

Y siguieron, empecinados, en su lúgubre e improbable pesca.

Al emerger de su cuarta inmersión algo había cambiado. En la pequeña playa de acceso al lago se reunía una pequeña multitud.

Finalmente, el Juez, devenido en un inconformista y pequeño dios del lugar, había cedido a las ofrendas.

Marquines fue declarado oficialmente muerto.

Saldías se preparaba para su última inmersión. Así lo había dispuesto el Jefe del Operativo de rescate al considerar que no estaba en condiciones de seguir buceando.

Mientras descendía pensaba en el padre de Elizalde. Lo había saludado con el brazo en alto, como deseándole suerte.

Sus cuatro inmersiones habían sido un fracaso.

En la oscuridad absoluta, sin saber donde estaba ni a hacia donde iba, con las manos desnudas tanteando  el viscoso lodo, lo estremeció la idea de su pequeñez en la profundidad del inmenso lago.

El golpe sorpresivo contra la goma de una de las ruedas del avión, hizo que su respiración se acelerara.

Las burbujas de aire perdieron su acompasado ritmo y  fluyeron descontroladas.

Y se abrazó al familiar objeto con cariñoso alivio.

Descartó la posibilidad de llevarlo a la superficie.

Pesaba mucho, le haría consumir el poco aire que le quedaba y lo distraería de su misión principal.

El borceguí estaba a un costado. Lo descubrió por azar cuando su mano rozó el cuero. No había duda.

Era el calzado de uno de los pilotos. Acumulaba el barro ineludible de las cosas sumergidas.

Dudó en llevarlo. ¿Se conformaría el Moloch jurídico con la humilde y empapada ofrenda?

El aire se terminaba. No había opción. Con el borceguí entre sus manos subió a la superficie.

-¡ Loco ¡ … ¿Qué hiciste?…¡ Te chupaste todo el tanque de golpe? Le recriminó Juan entre divertido y preocupado.

-¿Y por lo menos trajiste algo?

Y en el momento en que Saldías, con la máscara todavía puesta le alcanzaba el borceguí, se desprendió la suela, como una gran boca que se abriera en su último hálito.

“ Elizalde era el único que desobedecía la orden de llevar zuecos de baño y apoyaba sobre las losas mojadas sus pies de desmesurado tamaño.”

El ajado rostro de Juan reflejó una intensa turbación que lo inmovilizó un instante.

Después, con infinito cuidado, lo envolvió en una toalla y lo depositó en el húmedo fondo del bote.

Elbio Firpo , marzo de 2018.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *