GRITO DE ASENCIO – 28 de febrero de 1811

Guiados por Venancio Benavidez y Pedro Viera, un centenar de hombres entre milicianos y vecinos, se reunieron al amanecer. La causa era inconmovible, y en esa certidumbre, apenas asomaba el sol empezaron a aparecer a caballo y en grupos, ostentando sus armas y resueltos a emplearlas      contra el déspota que los oprimía y en procura del triunfo de la justicia. Un voto puro, glorioso, arriesgado con la única alternativa de vencer o morir. Esa primera voz de los vecinos orientales llegará a Buenos Aires y quedará firmemente presente en el imaginario colectivo como el primer paso de la libertad de este territorio. La historiografía nacional registrará con encendida retórica que cuando se completó el número de ochenta, según algunos, de ciento, según otros, Viera y Benavidez, dirigiéndose respectivamente a los suyos, empezaron a arengarles con palabras entusiastas, proclamando la caída del Gobierno español, y señalándoles Mercedes como punto objetivo de un ataque inmediato. Largas y repetidas muestras de asentimiento, mezcladas con aclamaciones y vivas, manifestaron la adhesión a lo propuesto, y el eco extendió por los contornos las mil notas confusas de aquel juramento al aire libre. Tal fue el episodio que la mañana del 28 de febrero de 1811, ha entregado a la historia bajo el nombre de Grito de Asencio.

       Ese día y con el apoyo del Alférez de Blandengues, Ramón Fernández, ocuparon la villa de Mercedes y al siguiente, Santo Domingo de Soriano. Y así “Cundió la chispa revolucionaria –dice Francisco Bauzá- por entre los distritos más inmediatos, prosiguiendo hasta otros más lejanos”.

       Este pronunciamiento patriótico fue el punto de partida, “una rebelión de los instintos” según señala la historiadora Ana Ribeiro citando a Alberto Zum Felde: “Una palabra mágica va cundiendo por las cuchillas desiertas, de estancia en estancia, de rancherío en rancherío, de monte en monte: ¡Guerra al Godo! Blancos, rubios, morenos, indios, negros, pardos, viejos, muchachos y mujeres, semidesnudos, hirsutos, desmelenados, montando redomones, blandiendo lanzas y cuchillos, empuñando viejos trabucos, voceando, envueltos en polvareda, salidos no se sabe de dónde, como paridos por la tierra, llegan de todas partes”.

       Esta masa rural constituirá una fuerza que tomará la dirección que la encauce para el bien tutelado de la libertad de la patria. José Artigas es el conductor en el marco de un gran movimiento iberoamericano que formó parte del ciclo revolucionario que sacudió el mundo entre los siglos XVII y XVIII. Se inició en Inglaterra en 1688, continuó con la independencia de las colonias inglesas de Norteamérica y culminó con la Revolución Francesa, en 1789.

La hora de la modernidad se hace presente, y como lo señala la autora citada: la idea de progreso, de avance social, de búsqueda de igualdades y libertades; el estar dispuestos a ofrendar la vida en esa búsqueda, el pensamiento colectivo y abstracto (“la patria”, el “patrimonio” de los orientales) primando sobre el pensamiento individual y concreto.”

       También es moderna la ruptura que los movimientos independentistas realizaron respecto del derecho divino de los monarcas, así como la búsqueda de un Estado basado en la igualdad jurídica y de nacimiento, mediante un pacto en el que gobernantes y gobernados se reconocieran mutuas obligaciones y derechos. Pero, aunque contenga esos elementos de modernidad, el movimiento revolucionario hispanoamericano no es un mero reflejo de la caída del “antiguo régimen” europeo. América moldeó, al estilo de su paisaje y su gente, un proceso rico y complejo, que ni siquiera comenzó buscando la independencia política, sino mantenerse fiel a la Corona española, amenaza por la invasión napoleónica.

       Luego el movimiento se orientó hacia la búsqueda de la independencia política y es allí cuando sus dirigentes políticos apelaron a las masas más humildes como protagonistas del proceso. La figura muy española del caudillo se personificó en los líderes de la primera hora revolucionaria llevando tras de sí un proyecto político a multiformes masas sociales y raciales.

La revolución artiguista no sólo fue un reflejo del pensamiento iluminista, lo español estaba presente en conceptos jurídicos universalmente democráticos como lo demuestra la participativa institución de los Cabildos.

¿Acaso todo esto no forma parte de “la rebelión de los instintos” en aquellos paisanos, que  estando aún José Artigas en Buenos Aires, pronunciaron el “Grito de Asencio” el 28 de febrero de 1811? ¿No fueron ellos los primeros en desatar una gesta cruenta como sucede en toda guerra en nombre de su patriótico entusiasmo? De nada sirvió la proclama amenazante lanzada por el Virrey Elío: Vecinos de esta campaña, las intrigas y sugestiones de la desesperada Junta de Buenos Aires os ha precipitado en el proyecto más disparatado y criminal…Retiraos os digo, otra vez a vuestros hogares, y si no me obedecéis, pereceréis sin remedio, y vuestros bienes serán confiscados.

       Este Bando tuvo una respuesta de José Artigas desde el humilde poblado de Mercedes. La primera que este caudillo revolucionario dirige públicamente. Allí desmiente las afirmaciones del “fatuo Elío” y enerva el espíritu de esos “valientes patriotas” de paso majestuoso y augura un futuro que le permitirán salir de “la opresión en que gimen, bajo la tiranía de su despótico gobierno”. La arenga queda impresa cuando culmina diciéndoles: “A la empresa compatriotas, que el triunfo es nuestro: vencer o morir sea nuestra cifra; y tiemblen, tiemblen esos tiranos de haber excitado vuestro enojo, sin advertir que los americanos del sud están dispuestos a defender su patria; y a morir antes con honor, que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio”.

Desencadenada así esta gesta popular y vernácula, un territorio de horizontes extendidos en donde las pulperías de campaña era el lugar de contacto y difusión de ideas. Centros naturales de la vida económica propiciaban la reunión de contingentes armados y concentración de recursos, tales como caballadas, armas e incluso víveres.

Reveladora era la naturaleza de los componentes humanos, sus armas y el modo de combatir del “ejército nuevo”. Cada hombre aportaba su caballo y sus armas: boleadoras y el lazo, fusiles de cargar por la boca, con enorme predominio de las armas blancas, tales como lanzas de tacuara, cuchillos enastados y sables. Y la forma de pelear predominando la acción de la caballería y la propia idiosincrasia de los paisanos para desenvolverse con la mayor eficacia.

Distinguida por su  variada composición social, esta hueste singular surgió animada de un sentimiento espontáneo de lucha como lo indica el pronunciamiento del “Grito de Asensio”. Cada uno de los estamentos que integraban los revolucionarios orientales adherían a la causa por motivos propios y particulares: para los hacendados, el objetivo de la Revolución estaba cifrado en la orgullosa convicción de su capacidad para el gobierno propio, para los curas “patriotas” el pronunciamiento estaba legitimado por la defensa de los principios tradicionales, reivindicando el derecho de los pueblos a subrogar el monarca ausente, como depositarios originales de la soberanía; para los paisanos, para los “hombres sueltos” de los campos, para los tapes misioneros, para los negros y zambos, para los grupos indígenas montaraces la causa revolucionaria daba ocasión a su instintivo anhelo de rebeldía y odio al “godo”, expresión viva, según lo señala Washington Reyes Abadie.

Un movimiento asimilado al concepto de “guerra social” llevada a cabo por la población campesina de la Banda contra el régimen amurallado en la ciudad-puerto, de espíritu cosmopolita y mercantil, centro visible de la repudiada administración de los dominadores hispánicos.

Por todo ello, aquél 28 de febrero de 1811, esta reducida hueste revolucionaria de un centenar de hombres establecía un punto de partida que más tarde tomaría una dimensión multitudinaria; una hermandad de contingentes diversos identificados por la procedencia del lugar o “pago” de su vecindad y por la respectiva lealtad hacia el caudillo regional. Cada grupo criollo constituía una entidad social propia con su Jefe, capitanes, “vecinos establecidos” del lugar, sus familias y tras de ellos, todo el mundo circundante de la comarca de su Jefe: el comerciante de pulpería trashumante, las damas en sus carretas, criollas auxiliadoras del combatiente. También el curandero milagrero, el domador y el cacique y sus gentes.

Por todo esto y muchas cosas más, este acto patriótico organizado por el más que centenario Club Soriano tiene la sencilla virtud de recordar un pronunciamiento patriótico que, sin lugar a dudas, integra el patrimonio cultural de los orientales. Su recuerdo significa un homenaje para aquellos arrojados protagonistas de su hora. Más tarde, el tiempo laudará plenamente sus anhelos de libertad.

 

                                          

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