La lectura y la escritura en la era digital
La computadora revoluciona nuestras relaciones con los textos porque elimina su soporte tradicional, el papel, lo que, en opinión de algunos, define la verdadera naturaleza del libro. La pantalla suplanta al códice que reinado en forma hegemónica durante 15 siglos. En la pantalla, un texto computarizado no difiere materialmente e cualquier otro, en el sentido de que una edición en cuarto es un objeto diferente de un periódico en formato tabloide o en doceavo. La revolución digital confiere a todos los textos una forma homogénea.
En la pantalla, el texto es fácilmente manipulado por el lector, lo que constituye otro aspecto revolucionario. Además de permitir una búsqueda dentro de un texto mucho más veloz que cualquier posibilidad ofrecida alguna vez por el códice, el lector ahora puede borrar, modificar y reordenar a su antojo lo que lee. Cualquiera puede, de hecho, producir sus propias gacetillas, carteles e incluso libros con imágenes incorporadas. La autoedición significa que cada lector es su propio impresor. Así, el texto se vuelve más inestable y propenso a mutar que antes. El lector tiene más poder para “meterse” en el texto y adaptarlo. Aunque en pantalla un texto aparezca perfectamente espaciado, justificado y completo, siempre es provisorio y modificable. La computadora ha creado una lectura interactiva tal que la distinción entre autor y lector ha quedado completamente desdibujada. La Wikipedia es apenas un ejemplo de un texto electrónico redactado por los propios usuarios de internet.
Este carácter tan modificable de los textos que leemos crea problemas para las leyes de copyright. Los autores están especialmente preocupados por el hecho que la disponibilidad global e ilimitada del acceso a internet acabe por debilitar sus defensas contra el plagio y la piratería editorial. Tal vez las leyes de copyright, que surgieron en el siglo XVIII y se consideran universales, fueron propias de la era de la cultura impresa y no son aptad para las condiciones contemporáneas de la comunicación textual.
La Internet es un arma de doble filo. No tiene memoria y una gran cantidad de material desaparece sin ser archivado. El científico informático Jeff Rothenberg dijo a modo de broma: “Los documentos digitales durarán siempre…o cinco años, lo que ocurra primero”. De hecho, el 70 % de todas las páginas web duran menos de cuatro meses. El hardware y el software se vuelven obsoletos rápidamente, de modo que la información grabada en un disco de 5 ¼ pulgadas (los verdaderamente flexibles) hoy tal vez ya no pueda recuperarse. Los historiadores han sido, hasta ahora, reacios a aceptar la responsabilidad de archivar su información digital: parece más un problema ajeno y, por cierto, supone dinero ajeno. La red produce una sobreabundancia de efímeras trivialidades dominadas por “el aquí y ahora”: la necesidad de contar siempre con información nueva y actualizada. Si bien tiene un alcance instantáneo y mundial, la Internet amenaza con erigirse en una nueva forma de analfabetismo, que discrimina ya no entre quienes saben y no saben leer sino entre quienes tienen acceso y quienes no a los hilos de esta gigantesca red de comunicación.
La Internet alienta un tipo de lectura fragmentada en la que el lector corre distraídamente de un tema a otro. Es exactamente lo opuesto al estilo de lectura de la normativa escolar, que alienta un fuerte compromiso y espera que el estudiante lea un libro de principio a fin sin distracciones. En Como una novela, Daniel Pennac alentó la desacralización del texto. Instaba a padres y docentes a permitir a los adolescentes leer por placer y a su modo. Sus diez “derechos inalienables del lector” incluían el derecho a saltearse páginas, el derecho a no terminar un libro y, sobre todo, el derecho a curiosear”.
La tecnología ha transformado la escritura tanto como la lectura. Las lapiceras metálicas de la segunda mitad del siglo XIX dieron paso a las lapiceras con cartuchos recargables, patentadas en primer lugar por Waterman, en 1884, y por Parker, en 1889. Luego, en 1943, Laszlo Biro, un inmigrante húngaro en Argentina inventó el bolígrafo o birome, que hizo que el acto de escribir fuera más fácil y limpio, al tiempo que homogeneizó los estilos gráficos individuales. Medio siglo antes había aparecido en escena la máquina de escribir (la primera Remington apareció en1872), que inició un proceso de mecanización que, poco a poco, circunscribió la escritura a mano al universo de lo personal e interpuso una distancia entre el escritor y el texto. Hoy en día, el tener buena letra es una cualidad totalmente irrelevante desde el punto de vista profesional, frente a la velocidad en el teclado y el buen manejo del software. El texto escrito a máquina era parejo y uniforme y producía textos más parecidos a su versión impresa final.
Hoy la máquina de escribir es una pieza de museo; vista en retrospectiva, su principal contribución fue enseñar a utilizar el teclado lo cual ha sido invalorable para quienes ingresaron en la era de la computación. Tanto la máquina de escribir como la computadora han relegado la escritura manuscrita a tareas más personales y domésticas. Las investigaciones sociológicas revelan lo obvio: existe una serie de escrituras domésticas e invisibles dedicadas a las cuentas, los presupuestos familiares, las listas de cosas pendientes para hacer o comprar.
La cultura escrita tradicional no corre ningún peligro de extinción. Aún ejerce el poder supremo en la esfera educativa. Los periódicos y las revistas muestran un público lector en aumento. El consumo mundial de papel está alcanzando niveles astronómicos. La producción de libros crece en todas partes del mundo. Si hay tal crisis del libro, esta debería analizarse dentro de una perspectiva global.
Martyn Lyons: Una Historia de la Lectura y de la Escritura,
en el Mundo Occidental, 2024.