La anunciación al traidor – Marco Denevi

Desplegué todas las posibilidades del pecado, hasta agotarlas. Entonces toqué fondo, sentí náuseas. La vida oscila incesantemente entre la bestia y el ángel. Al tiempo de la carne sucede el tiempo del espíritu. Hay una hora para rezar, una hora para cantar, otra para reír y otra para comer y una última para llorar. Pero en el común de las criaturas esto ocurre alternada y sucesivamente: un eslabón fundido por el cielo, después un eslabón fundido por el infierno, y así hasta que la muerte rompe la cadena y ya no se sabe más. En tanto que en mí todo se dividió en dos mitades: durante la primera consumí mi parte demoníaca, de modo que en la segunda solo sobrevivió mi porción angélica. Antes me había consagrado a la exaltación del cuerpo. Con el mismo encarnizamiento me dediqué después a rechazarlo. Hubiese querido que todos se desprendieran de ese rabo sexual que nos iguala con los animales. Fue inútil. Se reían de mí o se encolerizaban. Me encontré solo. Entonces me entregué, en la soledad, a una extraña fantasía.

Me imaginaba a mí mismo muy hermoso. Mi belleza era de un género tal que instantáneamente suscitaba el amor, en los hombres tanto como en las mujeres. Pero yo lo buscaba sobre todo en los hombres, porque en ellos la señal de mi triunfo sobre el sexo era más patente. Pues mi amor, aunque le usurpaba al otro sus máscaras y sus disfraces, nada tenía que ver con la bestia de la carne.

Después mi sueño me pareció pobre y añadí violencia y terror. Me soñaba entrando como un rayo en el cubículo de mi enemigo. Las prostitutas caían de rodillas y se golpeaban el pecho. Los hieródulos me miraban, los ojos abiertos y las sienes frías, como pájaros hipnotizados. Los fornicarios y los adúlteros huían a esconderse en sus casas, donde de pronto se sentían enfermos y con los estigmas de un mal desconocido tatuándoles la piel.

Mi sueño cobraba nuevas formas, nuevos desarrollos. Ya no me satisfacía la aniquilación de los instintos. Ambicioné el exterminio de todo sentimiento que no fuese mi amor. Por mí el esposo debía olvidar a la esposa, el hijo a la madre, el amigo al amigo. Y a quien más me sacrificaba, más le prometía.

Hay una comarca donde todos los ardores, hasta los del espíritu, se apagan uno a uno, y su nombre es enfermedad, su nombre es muerte. Yo debía penetrar en ese país helado y sombrío y limpiarlo de los monstruos que lo infestan. Mediante prodigios sutilmente dosificados, debía mostrar que también la enfermedad y la muerte son males sujetos a remisión y que mis manos sabían administrarlos según los méritos de cada cual. Atacaría los puntos más sensibles. Unos pocos milagros, pero terribles. Haría caminar al paralítico, sanaría al leproso, le devolvería la vida a una jovencita. ¿Y quién, entonces, me disputaría la presa del amor?

En cuanto a mí, yo estaba libre de todas las miserias de la carne. Libre de necesidades, libre de apetitos. No podía rebajar la imagen de mí mismo a la de un hombre que tiene hambre, que eructa, que bosteza, que excreta humores nauseabundos. Yo vivía solo por el espíritu, solo para el espíritu. En suma: yo era un Dios.

Un día alguien me mataba, no por odio, sino por amor, por exceso y por celos de su amor. Todos me lloraban, mi asesino se suicidaba. Pero yo me despojaba de pronto de mi muerte como de un sudario y resucitaba con una sonrisa benévola, en medio del delirio de la multitud. Perdonaba a quien me había matado, lo devolvía también a él a la vida, nos abrazábamos en el éxtasis de la reconciliación. Otros, ahora celosos de él, copiaban su crimen, yo volvía a morir, volvía a resucitar, todo se repetía. Y así nuestro amor se avivaba en aquel juego de epifanías y recesos.

No sé cuánto tiempo me llevó perfeccionar ese sueño obsesivo. Sé que todos los días y todas las noches lo desenvolvía como un tapiz y me encerraba en él hasta que las voces y los ruidos del mundo enmudecían y la realidad se esfumaba. He vivido como un sonámbulo, ignorando lo que sucedía a mi alrededor.

Así fue hasta hace un momento. Ahora, repentinamente, todo ha cambiado. Un vecino acaba de traerme noticias de un tal Jesús, y su relato coincide con mi sueño. No lo he creído. De cualquier manera, iré a ver, y si todo es como lo soñé, llegado el caso pondré a prueba a ese hombre, lo mataré, para que resucite como en mi sueño, y después me suicidaré, para que también a mí me resucite como en mi sueño y luego nos abracemos en el júbilo de la reconciliación, como en mi sueño, y así sea yo, Judas Iscariote, el primero que testimonie por la divinidad de ese hombre.

                                                                                        FIN

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