La crueldad en la Hungría comunista según Sándor Márai

¿Cuál es la auténtica razón de la crueldad? ¿La represión psicológica? La materia prima de la vida orgánica se compone de proteínas y distintos ácidos nucleicos. Hacen falta miles de millones de años para que en un planeta dado, donde existe una biosfera determinada, una molécula se coloque en la fila india de la evolución y se convierta en un organismo complejo. La molécula no es cruel. Pero esa misma molécula, en su variante humana, evolucionada, ya lo es… ¿Por qué? Ningún otro organismo distinto del humano es propenso a la crueldad. ¿Acaso la razón de la crueldad es el pánico causado por la conciencia de nuestra muerte? No sabemos nada, todos los seres vivos estamos condenados a morir, somos unos condenados a muerte que vagamos en un universo indiferente y oscuro, llamados a la vida por una casualidad ciega. Un mundo superpoblado y masificado ha inventado, para completar la crueldad individual, sofisticada y humana, nuevos géneros de tortura: la tortura de la autoridad y la tortura por decreto, la constante molestia oficial en la vida privada y la limitación, mediante norma legal, de los derechos humanos naturales. Esta crueldad institucionalizada no es más suave que la crueldad individual, la tiránica o la personal: la crueldad institucionalizada, mecánica e impersonal humilla a la gente, la personal se contenta con hacerla sufrir. En aquella época  (1945) apareció otra vez en Budapest –vestida de uniforme- la crueldad.

Los uniformes que desfilaban con sus flamantes atuendos eran iguales a los que poco antes, en la época nazi, habían desfilado con las camisas verdes o pardas; sólo había cambiado el color de los uniformes. Y los que llevaban los uniformes eran iguales porque hacían lo mismo: ejecutar el Terror con eficacia.

 

La muerte de un patriota húngaro el último día de la guerra

 

La gente sólo llora y se lamenta mientras cree que la vida tiene sentido. Hay gente que se muere creyéndolo. Son los que alcanzan la salvación: así lo enseña la religión.

La esposa del portero no lloraba. Teseo dice que es absurdo llorar por lo que está predestinado. La esposa del portero no había leído a los autores griegos, pero no entendía por qué había tenido que morir su marido, a quien ella idolatraba (lo decía así, con pudor, casi de paso, hablando para sí); no entendía por qué había tenido que morir así, el último día de la guerra, cuando la muerte ya no era un deber patriótico. Se quedó delante de la tumba improvisada sin articular palabra. Yo tampoco decía nada, me faltaba el mot juste, la palabra justa que designa la realidad como si fuera una ilustración, la palabra que desvela todo lo que los escritores de la image sueñan. Hay situaciones en la que no existe un término que pueda ofrecer una respuesta. La esposa del portero no esperaba respuesta o explicación alguna. Se quedó de pie, durante largo tiempo, delante de aquella cruz hecha con dos palos. El nombre de su marido estaba escrito en un trozo de papel pardusco de los que utilizaban para envolver paquetes: Lajos Balázs, cajista, murió a los treinta y ocho años de edad tal día de la Segunda Guerra Mundial. No teníamos nada que decirnos. Así que simplemente nos quedamos un rato delante de la tumba improvisada. No sé qué pensaría la mujer. Yo pensé que aquel hombre a lo mejor había sido un héroe. Me acuerdo que ese pensamiento me producía mal humor por qué en aquella época –y también más adelante- palabras como patria, héroe o víctima se habían desgastado y se habían vuelto amargas en mi conciencia. Sin embargo, a lo mejor es verdad que Balázs fue un héroe. Hay héroes de todo tipo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *