LA DEMOCRACIA ATENIENSE

La democracia ateniense, en su apogeo, dio incluso a los ciudadanos menos prósperos una serie de derechos y un nivel de vida envidiable. Hasta 451 a.C., esos privilegios se transmitían de padres ciudadanos a hijos legítimos, independientemente de la procedencia de la esposa. Era práctica común tener una esposa de una familia no ateniense. Pericles previó que el número de ciudadanos aumentaría demasiado de prisa para mantener los privilegios, y en 451 a.C. presentó en la Asamblea, la aprobación de una ley que restringía el acceso a la ciudadanía y lo limitaba sólo a aquellos cuyos dos progenitores descendían de familias atenienses. Era consciente que la apertura democrática de Atenas amenazaba con desestabilizar la democracia misma. Es una de las ironías de la historia el hecho de que Pericles sufriera en carne propia por culpa de esa legislación. Su mujer le había dado dos hijos legítimos, pero cuando se divorciaron a mediados de la década de 440 a.C., tuvo un tercero, llamado Pericles, de su querida amante Aspasia. Lamentablemente Aspasia era de Mileto, de modo que el niño no reunía los requisitos para ser ciudadano ateniense. Cuando, casi dos décadas más tarde, Pericles y sus dos hijos legítimos murieron durante la epidemia de peste, los atenienses aprobaron, con carácter excepcional, que se concediera la ciudadanía al hijo que había sobrevivido.

Todos los ciudadanos varones adultos tenían derecho a votar directamente la política de Estado y participar en la Asamblea, el órgano ejecutivo de la ciudad, en la que, para que hubiese quórum, se requería la presencia de seiscientos hombres. La Asamblea se reunía unas cuarenta veces por año y allí se votaban todas las cuestiones de importancia: el trato que se debía dar a los aliados, la administración del imperio y las declaraciones de guerra. También se elegían los magistrados y los diez generales. Aunque todos los miembros de la Asamblea tenían derecho a intervenir, siempre que hubieran cumplido dos años de servicio militar, en la práctica el órgano estaba en manos de hombres de la élite y políticos profesionales. Se consideraba inapropiado que un joven hablara mucho. Durante las Asambleas, los ciudadanos se congregaban en la plaza del mercado y se dirigían a la colina de Pnyx, al oeste del Acrópolis, donde se reunía la Asamblea, pero era necesario que un batallón de esclavos del Estado, los arqueros escitas, los llevara hasta allí formando un cordón y mantuviera el orden durante los procedimientos; por ejemplo, expulsar a los borrachos y los pendencieros o a los que desagradaban a los demás con sus discursos. Las fuentes contemporáneas hacen hincapié en el ruido ensordecedor que reinaba en las sesiones; los oradores tenían que hablar a gritos y las claques de partidarios o adversarios competían por acallar a la oposición. En Los caballeros, una comedia de Aristófanes, la parodia de dos políticos que se disputan en la Asamblea el apoyo del pueblo consiste en una retahíla de  obscenidades, consignas, adulaciones y amenazas soltadas a voz en cuello.

El Consejo del Areópago (la bulé, “lugar de deliberación”, llamado a veces “Senado”) determinaba el orden del día de la Asamblea, algo que parece notablemente democrático desde la perspectiva de nuestro sistema representativo actual, tan diluido. La velocidad con que, en 411 a.C., los oligarcas tomaron el poder, destituyeron a los concejales electos y ocuparon el edificio del buleuterión para usarlo como centro de poder propio, pone de manifiesto la importancia de esta institución. La bulé necesitaba un mínimo de quinientos ciudadanos para funcionar –de ahí que se llamara Consejo de los Quinientos-, seleccionados proporcionalmente por cada demo, y se reemplazaban todos los años echando el resultado a suertes (por lo menos hasta mediados del siglo V a.C.), “de modo que constituyera una muestra representativa de la ciudadanía”. Como nadie podía ejercer el cargo durante más de dos mandatos, las posibilidades de que en algún momento cualquier ciudadano accediera a ocupar un puesto eran altas, sobre todo después de que a finales del siglo V a.C. se instituyera una retribución, al parecer para animar a los ciudadanos pobres. Al principio sólo podían hacerlo los propietarios de las tres clases más altas, con excepción de los tetes, pero esos requisitos se pasaban por alto o no eran decisivos. El Consejo se reunía casi a diario y no solo se ocupaba de la economía pública y el control de los magistrados, sino también de los festivales atenienses, de la flota, del programa de obras públicas y el cuidado de los enfermos, los discapacitados y los huérfanos. Para el cargo de  buleuta  se requería disponer de información, evaluar las medidas que se adoptaban y deliberar sobre las futuras prácticamente a diario y durante toda la jornada. El nivel de atención exigido resulta asombroso si se compara con el que se exige hoy a los políticos, por no mencionar a los ciudadanos corrientes.

La tercera institución en la que todos los ciudadanos podían participar era el sistema de los dicasterios, los tribunales populares atenienses. La mayoría funcionaba en edificios situados alrededor del ágora. Había distintos tribunales especializados para diferentes tipos de delitos. La fiscalía la formaban ciudadanos que presentaban en persona la acusación tanto en causas penales privadas como políticas, así como los argumentos de la defensa. Es probable que contrataran expertos en oratoria, que redactaban el discurso, para exponer los motivos de un caso admisible a trámite, pero debían presentarlo ellos mismos. Los alegatos que han sobrevivido, procedentes de juicios que van de disputas por la canalización de terrenos agrícolas a homicidio y a conspiración para subvertir la democracia, demuestran que quienes la redactaban tenían en cuenta la capacidad oratoria de sus clientes; por ejemplo, en los que se escribían para oradores más inseguros se empleaban frases más cortas. El jurado lo formaba un buen número de ciudadanos, por lo general ancianos u hombres de la clase social más baja, sobre todo a partir de que a mediados de siglo se introdujera una remuneración por el servicio. La reserva anual de voluntarios la componían seis mil ciudadanos, entre los que se elegían los miembros del jurado, tal vez unos seiscientos de cada una de las diez tribus que había creado Clístenes. El principio básico era que los jurados numerosos ofrecían mayores garantías de imparcialidad y prevenían el soborno; los que intervenían en los delitos menores estaban compuestos “solo” por doscientos un miembros, mientras que para los casos importantes de la ciudad eran al menos quinientos uno.

Próxima entrega: La transformación de la Acrópolis

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