Las raíces fundamentales de la revolución científica son más profundas que el mayor acceso a la información, y se hallan en el cambio de las actitudes intelectuales. Su núcleo fue el cambio en la visión de la relación del hombre con la naturaleza. De un mundo natural observado con perplejidad y respeto como evidencia de los caminos misteriosos de Dios, el ser humano dio de alguna manera el gran paso hacia la búsqueda consciente de los medios para lograr su manipulación.
Aunque la obra de los científicos medievales no era de modo alguno tan primitiva y falta de creatividad como en un tiempo se creyó, adolecía de dos limitaciones cruciales. Una era que podía proporcionar muy pocos conocimientos que tuvieran aplicación práctica, lo que inhibió la atención que se le prestaba. La segunda era su debilidad teórica, que había que superar tanto en el nivel conceptual como en el técnico. Pese a ser regada por benéficas ideas procedentes de fuentes árabes y al saludable énfasis en la definición y diagnóstico en algunas de sus ramas, la ciencia medieval se basaba en supuestos no verificados en parte porque no se disponía de los medios para verificarlos, y en parte porque no existía el deseo de hacerlo. La afirmación dogmática de la teoría de que los cuatro elementos –fuego, aire, tierra, agua-, eran elementos constitutivos de todas las cosas, por ejemplo, no se refutó con la experimentación. Aunque hubo cierta experimentación dentro de las tradiciones alquímicas y herméticas, y con Paracelso (1493-1541, alquimista, médico y astrólogo suizo) esta labor se encaminó hacia otros fines distintos de la búsqueda de oro, dicha experimentación seguía guiada por conceptos míticos e intuitivos. (La alquimia surgida en China, India y Grecia, era la mera búsqueda de un medio para convertir metales comunes en oro. Fue la precursora de la química, y los alquimistas hicieron algunos hallazgos importantes, como el descubrimiento de ácidos minerales y del alcohol).
La tendencia a depender de supuestos científicos medievales continuó, hasta el siglo XVII. El Renacimiento tuvo sus manifestaciones científicas, pero éstas se expresaron por lo general en estudios descriptivos (un ejemplo destacado fue el de la anatomía humana de Vesalio de 1543) y en la solución de problemas prácticos en las artes (como lo de la perspectiva) y en los oficios mecánicos. Una rama de esta obra descriptiva y clasificatoria fue especialmente impresionante: la encaminada a dar sentido a los nuevos descubrimientos geográficos que revelaban los descubridores y los cosmógrafos. En la geografía, dijo un médico francés de principios del siglo XVI, y “en lo que atañe a la astronomía, Platón, Aristóteles y los filósofos antiguos hicieron progresos, y Tolomeo [100-170 dC, astrólogo, astrónomo, químico, geógrafo y matemático griego] añadió mucho más. Pero si algunos de ellos regresara hoy, encontraría la geografía cambiada hasta ser irreconocible”. Este fue uno de los estímulos para un nuevo enfoque intelectual del mundo de la naturaleza.
No fue un estímulo que actuara con rapidez. Es cierto que, en 1600, para una minoría de hombres cultos, ya era difícil aceptar la representación convencional del mundo basada en la gran síntesis medieval de Aristóteles y la Biblia. Algunos de ellos sentían una inquietante pérdida de coherencia, una súbita ausencia de asideros, una alarmante incertidumbre. Pero para la mayoría de los hombres que consideraban la cuestión, la representación antigua aún seguía siendo valedera, y la Tierra era el centro del universo, y el centro de la vida de la Tierra era el ser humano, su único habitante racional. El mayor logro intelectual del siglo siguiente fue imposibilitar que los hombres cultos pensasen así. Fue tan importante que se consideraba el cambio esencial entre el mundo medieval y el moderno.
Próxima entrega: Francis Bacon y Método Experimental.