El crecimiento de la población demandaba el aumento de la producción de alimentos para mejorar las condiciones de vida de la población. Es el momento de otro de los pequeños grandes cambios de la historia que han transformado de forma decisiva las condiciones básicas de la vida humana y que se podría enunciar razonablemente como una revolución en la producción de alimentos. En el siglo XVIII, la agricultura europea era capaz de obtener de sus semillas aproximadamente dos veces y medio el rendimiento que era normal en la Edad Media. Ahora se había producido una mejora agrícola incluso mayor, y los rendimientos de los cultivos aumentarían de forma más espectacular. Se ha calculado que aproximadamente desde 1800, la productividad agrícola europea creación a un ritmo cercano al 1° anual, empequeñeciendo todos los avances anteriores. Pero había algo más importante: con el paso del tiempo, la industria y el comercio europeos permitirían explotar enormes despensas en otras regiones del mundo. Ambos cambios eran aspectos de un único proceso: la inversión acelera en capacidad productiva que convirtió claramente a Europa y América del Norte en 1870 en la mayor concentración de riqueza sobre la superficie de la Tierra. La agricultura fue fundamental para ello. Se ha hablado de una “revolución agrícola”, y siempre que esto no se entienda como un cambio rápido, es una expresión aceptable; no hay otra menos enérgica que describa la enorme producción mundial que se alcanzó entre 1750 y 1870 (y que más tarde incluso se superó). Pero fue un proceso de gran complejidad que se debió a múltiples causas y estuvo vinculado a los demás sectores de la economía en formas indispensables. Fue solo uno de los aspectos de un cambio económico de ámbito mundial que afectó al final no sólo a la Europa continental, sino también a América y Australasia.
Una vez hechas estas importantes salvedades, se puede entrar en detalles. En 1750 la agricultura inglesa era la mejor del mundo. En Inglaterra se practicaban las técnicas más avanzadas, y la integración de la agricultura en una economía de mercado comercial había avanzado al máximo, lo que mantuvo a este país a la cabeza durante otro siglo aproximadamente. Los agricultores europeos viajaban hasta allí para estudiar sus métodos, comprar grano y maquinaria y pedir asesoramiento. Mientras tanto, el agricultor inglés, que se beneficiaba de la paz en su país (el hecho de que no hubiera operaciones militares a gran escala ni continuas en suelo británico después de 1650 fue literalmente de incalculable beneficio para la economía) y de un aumento de la población que compraba su producción, generaba ganancias que a su vez proporcionaban capital para nuevas mejoras. Su voluntad de invertirlo de esta forma era, a corto plazo, una respuesta optimista a las perspectivas comerciales apropiadas, pero también denota algo más profundo acerca de la naturaleza de la sociedad inglesa. En Inglaterra, los beneficios de una agricultura mejor iban a parar a manos de individuos que poseían sus propias tierras o las tenían con seguridad como arrendatarios en las condiciones que determinaban la realidad del mercado. La agricultura inglesa formaba parte de una economía de mercado capitalista en la que la tierra se trataba, ya en el siglo XVIII, prácticamente como un bien igual que cualquier otro. Las limitaciones a su uso habituales en los países europeos habían desaparecido con rapidez creciente desde que Enrique VIII confiscó las propiedades de la Iglesia. A partir de 1750, este proceso culminó con la gran fase de Leyes de Cercamiento de finales de siglo (que coincidieron, significativamente, con la subida de los precios del grano), que movilizaron para beneficio privado de los derechos tradicionales del campesino inglés al pasto, al combustible y a otros beneficios económicos.
Uno de los contrastes más espectaculares entre la agricultura inglesa y la europea a principios del siglo XIX era que el campesino tradicional casi había desaparecido en Inglaterra. En este país había labriegos y minifundistas, pero no existían las enormes poblaciones rurales europeas de individuos con ciertos, si bien minúsculos, derechos legales que los vinculaban a la tierra mediante usos comunales y multitud de pequeñas propiedades.
Dentro del marco que proporcionaban la prosperidad y las instituciones sociales inglesas, el progreso técnico fue continuo. Durante mucho tiempo, gran parte se debió al azar. Los primeros ganaderos que lograron mejorar las razas de sus animales los consiguieron no por sus conocimientos de química, ciencia que estaba en pañales, o de genética, que no existía, sino que se guiaron por su intuición. Aun así, los resultados fueron notables. El aspecto del ganado que poblaba los paisajes ingleses cambió; las delgadas ovejas medievales cuyos lomos recordaban, al corte, los arcos góticos de los monasterios que las criaban, fueron sustituidas por los animales gordos, macizos y de aspecto satisfecho que hoy nos son familiares. “Simetría, bien cubierto” era el brindis de un campesino del siglo XVIII. El aspecto de las exploraciones agrícolas cambió a medida que progresaban los drenajes y los cercados, y los grandes y abiertos campos medievales con sus estrechas franjas, cultivada cada una de ellas por un campesino diferente, se transformaron en campos cercados que se dedicaban al cultivo en rotación y que formaban el inmenso mosaico del campo inglés. En algunas de estas tierras ya funcionaban máquinas en 1750. En el siglo XVIII se hizo un gran esfuerzo para mejorar su uso, pero no parece que supusieron una contribución significativa para el rendimiento de las tierras hasta después de 1800, cuando empezó a haber fincas cada vez más grandes y las máquinas se volvieron más rentables. Esto ocurrió no mucho antes de que las trilladoras fueran arrastradas en el campo del siglo XX por máquinas de vapor; su aparición en los campos ingleses abrió el camino que culminó en la sustitución casi completa de la energía muscular por la mecánica