LA HISTORIA DE LA HISTORIA PROFESIONAL

En 1776 o 1777, la universidad de Gotinga en Alemania, empezó a ofrecer el primer curso del grado profesional en historia (o dicho con más precisión, “para el estudio de la historia”). La iniciativa señalaba en que la historia era algo más que una narración y algo más que la memorización del pasado; insistía en que también era filosofía, capaz de poner en relación las consecuencias con las causas. A lo largo de los cien años siguientes, este modelo, esta práctica y esta certificación, alemanes de origen, se diseminaron por todo el mundo civilizado. Sobre el mapa de Europa, uno podría ir señalando el avance del doctorado en historia, a lo largo del siglo XIX, desde España hasta Rusia. En Estados Unidos el primer doctorado en historia se instituyó en la Johns Hopkins University de Baltimore, en el año 1881. Y a partir de todo esto podemos inferir la siguiente generalización:

Durante el siglo XVIII, la historia considerada una forma de literatura;

durante el siglo XIX, la historia se consideraba una ciencia;

y a menudo durante el siglo XX, sobre todo en Estados Unidos,

se ha considerado una “ciencia social”.

Tal como se consideraba, se practicaba. Y esta práctica de formar y certificar a los historiadores profesionales, alemana en su origen, se volvió casi universal. Pero ¿cuáles eran (y son todavía) sus aplicaciones prácticas? Por encima de todo estaba (y está todavía) el estándar idealizado de la objetividad. O, en Alemania especialmente, la insistencia en el “método científico” cuya correcta aplicación llevaría (o debería llevar) a que se lograse escribir un tramo de la historia “cómo de hecho fue”, de acuerdo con la máxima del historiador alemán Leopold von Ranke, que vivió y trabajó durante casi todo el siglo XIX. Von Ranke no fue el primer historiador que se afanó en encontrar y en ensalzar el valor supremo de los documentos; pero si estuvo entre los primeros que insistieron en la diferencia categórica que separa las fuentes “primarias” de las “secundarias”: las primeras son las dichas o escritas por el sujeto de investigación, mientras que las segundas son un informe de actos o palabras del que da cuenta o que registra un tercero. Otra institución germánica era la del seminario y, en la mayoría de ellos, los estudiantes de posgrado trabajaban bajo la supervisión de un profesor estudiando los documentos o preparándose para utilizarlos. Y de ahí otra consecuencia: la disertación profesional -un trabajo o monografía más o menos original, un análisis de un tema en particular, por muy limitado que fuera, pero basado sobre todo en las fuentes primarias descubiertas o utilizadas por el estudiante, que emplearía a fondo el método científico- lo cualificaba para ser admitido en el gremio de los historiadores profesionales. Esta práctica y la idea de “gremio” en si habían tomado de los estándares medievales de la orden de los gremios de artesanos de Alemania, donde la admisión en un gremio requería: a) que el aprendiz se sometiera a la enseñanza del oficio por un maestro artesano, y b) que ese mismo aprendiz produjera una obra original, y de ahí el término “obra maestra”.

Los resultados de estos estándares y de estas prácticas de la ciencia histórica del siglo XIX fueron impresionantes. Son muchas las grandes obras escritas por historiadores del siglo XIX que hoy siguen siendo no solo valiosas, sino ejemplares. Se daban además unas condiciones que hacían posibles tales logros. Una de ellas fue la apertura gradual de los archivos y, por tanto, la accesibilidad a las fuentes primarias para cada vez de más estudiosos. Otra circunstancia era que los “gremios” aún eran reducidos. Todavía en el año, digamos, 1860, un historiador con buena capacidad de lectura y que supiera al menos dos idiomas podía estar al día de todas las publicaciones de otros historiadores profesionales en su “campo” e incluso en otros. Además, su posición social y la remuneración de su puesto docente le permitían continuar con su investigación en gran medida durante sus horas de ocio.

Un buen ejemplo de estas condiciones entonces novedosas fue el gran historiador inglés lord Acton, que leía y hablaba al menos en seis idiomas. Hay indicios de que, en la década de 1860, cuando comenzaron a aparecer las primeras publicaciones periódicas de historia en el ámbito académico, con artículos, bibliografías y listas de los últimos libros publicados o de colecciones de documentos, Acton se leía una cantidad pasmosa de ellos, fueran sus temas antiguos, medievales o modernos. Y eso en unos años en que la erudición archivística británica estaba por detrás todavía de la alemana o la francesa. Acton fue uno de los personajes clave en la fundación de la English Historical Review, en 1885. Y aunque llevó a cabo el plan de escribir una obra monumental, The History of Freedom (La Historia de la libertad), Acton escribió mucho: sus artículos, reseñas y ensayos, junto a la impresionante cantidad de notas que en algún momento formarían parte de aquel libro, siguen teniendo vigencia y valor. Y aun así, también él creía en el valor supremo del método científico.

En su notable introducción a The Cambridge History of Modern Europe (1897) Acton escribió que, gracias al progreso de la ciencia histórica, se había hecho posible escribir relatos históricos concluyentes de los hechos importantes. Afirmaba así un carácter de “definitividad” que ya no tenemos, ni deberíamos tener. (Como dijo John Newman, contemporáneo suyo, “me da la impresión de que Acton espera más de la Historia de lo que la Historia puede proporcionarle”). ¿Habría entendido Acton que La Última Palabra sobre un tema no significa que Este Caso Queda Cerrado? ¿Qué la historia, por su propia naturaleza, es revisionista? Pues no, murió infeliz en el año 1902. Era un hombre del siglo XIX, un soberbio ejemplo de la investigación y la escritura histórica de entonces.

En ese mismo siglo, sin embargo, hubo no solo filósofos (digamos Schopenhauer o Nietzsche), sino también un puñado de historiadores que manifestaron su convicción acerca de las limitaciones del “método científico”. En 1868, el historiador alemán Johann Droysen lo expresó con gran elocuencia: “La historia es el conocimiento de la humanidad sobre sí misma, su certeza de sí. No es “la luz y la verdad”, sino la búsqueda de ellas, el sermón que de ellas se desprende, la consagración que se les dedica. Como se decía de Juan el bautista, ´no era él la luz´, sino el enviado para dar testimonio de esa luz´”. Incluso antes que él, Jacob Burckhardt (quizás el más eminente de los historiadores de los últimos dos siglos) les había dicho a sus alumnos que la historia carecía de método. Les dijo esta frase en italiano: Bisogna saper leggere, “Tenéis que saber leer”, que es tan cierta hoy, en nuestra era de las imágenes, como entonces. O quizá incluso más.

 

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