Martha abre los ojos y se da cuenta que está en la cocina; la vajilla es de china y las ollas son todas nuevas. Frente a ella está un pollo horneado, listo para servir. Le toma unos cuantos segundos darse cuenta que es la otra casa. Contenta se prepara a recibir al esposo y sus hijos como se merecen. Un par de horas después aparecen sus dos niños y la colman de besos, detrás el esposo la abraza y la levanta en el aire como si no se hubiesen visto en meses. -Te amo- le dice mientras le mordisquea la oreja.
Se sientan todos a la mesa y los pequeños le hablan de lo bien que les fue en clases, excepto por el examen sorpresa de química.
El esposo ríe y les dice que antes de la cena les ayudará a repasar para que saquen cien en la próxima. Ella guarda silencio, disfrutando tanta paz junta; él le toma la mano y le dice que la próxima semana pedirá vacaciones para hacerse cargo de la casa y que ella puede ir viendo lo de su postgrado, que ya se arreglarán con los niños.
Ella va a responder cuando un murmullo se le mete por los oídos –
despertate- oye a lo lejos -despertate puta- le dice una voz cada más fuerte -despertate pedazo de mierda- le grita y ya no puede escuchar a los niños, ni al esposo. Siente un mareo, se levanta de la silla y antes de que la puedan sostener, cae.
Al abrir los ojos se da cuenta que está en el piso, le duele la cabeza y siente en la boca un líquido caliente que sabe a metal. -Levantate ya, hija de puta – le dice la misma voz -Ni que te hubiera golpeado tan fuerte; levantate y andá traeme una cerveza- agrega. Ella se levanta, se limpia la sangre con el dorso de la mano y camina lento hacia la cocina, añorando el próximo golpe que la llevará de nuevo con la otra familia.