La pantufla y el «Phanter»

Desde la altura de la Torre de Control el campo parecía un ajado cuero de vaca, seco y  arenoso, la mayor parte cubierto por yuyos espinosos  por donde escuálidas liebres, mimetizadas con el terreno, levantaban sus cabecitas y volvían a desaparecer en el árido paisaje.

La única pista operativa apenas se reconocía por la convergente línea de balizas y la desgastada capa de bitumen que el Comando había prometido reparar seis meses atrás. Las pistas secundarias, como las líneas de Nazca, solo podían divisarse desde el aire.

El Comandante de la Base había sido piloto de caza, considerado más entusiasta que profesional, no pudo obtener la jefatura de ningún Grupo y a pesar de haber sido seleccionado  para combatir en Corea, dos semanas antes de su partida, el fin de la guerra frustró, otra vez, su más preciado sueño.

Un año atrás había recibido con cierta desconfianza su designación como Comandante de una remota Base en el desierto de Arizona, pese a que su jefe, un General por el que nunca había sentido particular confianza, le asegurara, que muy pronto, el minúsculo punto que señalaba en el mapa, sería un destino envidiado por todos.

Tenía por costumbre levantarse temprano, aún antes que despuntase el sol. También los domingos, como era el caso, en que, compartiendo el silencio con el torrero de servicio, dejaba correr la vista por el yermo panorama salpicado aquí y allá por un heterogéneo grupo  de aeronaves, la mayoría de las cuáles no volverían a volar.

Los dos enormes B-29, le habían llamado la atención desde el primer día que los viera. Nadie supo explicarle porque  estaban pintados de tan extraña manera, uno amarillo y otro verde. El verde era solamente una cáscara, el amarillo todavía volaba.

Una línea de cuatro P-38 parecían estar prontos para la acción. Pero la luz del sol no tardaría en mostrar la corrosiva herrumbre de sus alas, el plexiglás destrozado de las carlingas, las desinfladas cubiertas sobre el derretido alquitrán de la planchada.

Sentía que sus peores presentimientos se habían cumplido. Lo habían desterrado.

Esa certeza absoluta y aciaga lo invadía invariablemente cuándo detenía su mirada en los dos F-51 que, tan abandonados como el, yacían en el extremo más alejado de una de las pistas de emergencia.

Había tenido la ilusión de recuperar uno de ellos. La inspección que había dispuesto apenas llegado habilitaba esa posibilidad. Pero faltaban algunos repuestos imprescindibles que nunca llegaron.

Y  ese domingo su persistente frustración se incrementaba por un hecho bastante insólito.

Un caza naval  Grumman F9F, más conocido  como “Phanter”, había aterrizado con problemas de alimentación de combustible el sábado, es decir, poco menos de veinticuatro horas antes. En el momento del arribo el Comandante volaba un ajado biplano Stearman a pocos kilómetros de la Base.

Al escuchar la solicitud del piloto del Phanter para operar en su aeródromo regresó con intenciones de recibir  personalmente al Oficial Naval.

En el centro de la vetusta planchada y sus dos hangares cuya arquitectura serial remontaba a los inicios de la segunda guerra, el piloto había  estacionado su poderosa máquina.

Fascinado por la anacrónica imagen, un caza de última generación en medio de un aeródromo de mil novecientos cuarenta, no pudo evitar una fugaz agujeta de envidia.

A un costado de la cabina, escrito sobre el brillante azul marino del fuselaje, leyó :

Tte. R. “ Ricky” Mc Pearson

USS MIDWAY

Sintió que el oscuro sentimiento que había experimentado volvía por sus fueros.

El MIDWAY había sido uno de los primeros portaaviones en ser desplegado en Corea transportando a su bordo los Grumman F9F.

A su regreso a la patria tripulación y pilotos habían sido tratados como héroes.

Y este Mc Pearson- masculló despreciativo- no debe tener más de veinticinco años.

  • ¿ Donde está el Teniente Mc Pearson? Preguntó a su oficial ayudante componiendo una mueca que pretendió ser sonrisa.
  • Se fue a la ciudad con el ómnibus del personal, mi Comandante.
  • ¿Se fue a la ciudad? ¿Usted le dijo que yo estaba regresando a base?
  • Si señor, pero como era el último ómnibus del día y lo esperaban unos amigos me pidió que lo excusara…¿ Sabe que estuvo en Corea dos rondas completas? Y que lo condecoraron…
  • ¿Y a mí que me importa…Tte. Cameron? Usted debió decirle que me esperara…

La evidente admiración de su ayudante por Mc Pearson, seguramente de edades similares, volvieron a oscurecer el rostro del Comandante.

  • A estos marineros con alas habría que enseñarles un poco más de educación… se llevan el mundo por delante porque aterrizan en un portaaviones… disponga que trasladen su máquina donde corresponde, a la línea muerta de mantenimiento…no es ninguna Prima Dona para que este ocupando el centro de la planchada.. ni que se fuera a contagiar…esto en Colorado no pasaba…

No tardaría en amanecer. El Comandante fijaba la vista en el “Phanter “estacionado en el último lugar de la línea de mantenimiento. Conteniendo las ganas de acercarse, de tocar esas alas gloriosas que habían combatido en los cielos coreanos y vuelto a casa.

Finalmente se decidió. Bajaría antes que empezara la actividad en la base y lo descubrieran en su admirativa circunstancia.

Mc Pearson se había comunicado con su ayudante. Seguramente le habría contado de su berrinche. La simpatía que sentía por el piloto naval era evidente. Según el Grupo de

Mantenimiento el” Phanter,” solucionado el problema técnico, quedaría en orden de vuelo a mediodía.

Era, definitivamente, su última oportunidad.

Caminó lentamente, evitando mostrar a un eventual observador la verdadera urgencia que lo impulsaba.

A medio camino entre la Torre de Control y el “Phanter” volvió la cabeza.

Estaba a salvo de miradas indiscretas.

Los primeros rayos del sol mostraron el contorno del caza recortado sobre la desértica planicie.

Y entonces ocurrió.

Algo cayó del cielo con sorprendente fuerza sobre el inerme” Phanter “y con horrísono ruido lo redujo a chatarra.

Mientras la sirena de la Torre aullaba la catástrofe el Comandante, con inaudible grito de espanto ,cayó de rodillas sobre el duro cemento de la planchada.

 

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Bajo la mesa del comedor familiar, apoyada sobre el gastado cuero de vaca, Saldías iba depositando con extremo cuidado los aviones que retiraba de una caja de cartón.

Primero los dos B-29, uno verde y otro amarillo, después los cuatro P-38, apoyó sobre sus “panzas” a los dos F-51 sin trenes y hélices y a su lado el gracioso Stearman.

Poco a poco completó su variopinta colección de aviones, armó la Torre de Control con algunas cajas de fósforos y alineó una ambulancia y un autobomba  al costado de las dos latas que constituían los hangares.

Dejó para el final el estupendo “Phanter”, la más valorada pieza de su colección.

Su hermano, cinco años mayor que él, alimentaba su pasión por los aviones comprándole, cuándo podía juntar algunas monedas, los nuevos modelos que la Farmacia Mercurio exhibía en sus vidrieras entre medicamentos y perfumes.

Su abuelo paterno, que vivía con ellos, era su aliado más firme, aunque algo chocho y con muchos achaques, su contribución económica y clandestina, era constante.

Su padre limitaba lo que consideraba más que un juego infantil, una incipiente y preocupante obsesión.

Pero los domingos eran suyos. Se levantaba antes que amaneciese, incluso antes que se abuelo, del que algunos ruidos provenientes de su cuarto le indicaban que no tardaría en pasar al baño.

Ansioso por compartir con él su última adquisición, tomó con amoroso cuidado el delicado “Phanter”, lo sostuvo un momento en la palma de su mano y lo ubicó en un extremo del cuero, apenas afuera del límite protector de la mesa.

Después se agachó hasta dejar sus ojos a la altura de la Torre y se imaginó caminando hacia la estilizada figura del caza.

Su abuelo ya venía. Sus pasos apresurados le indicaban a Saldías que era presa de la urgencia prostática de todas las mañanas

 

Y entonces vio  la enorme y ciega pantufla aplastar, con un escalofriante ruido de plástico destrozado, al desafortunado “Phanter”.

 

 

 

                     Elbio Firpo

                    Diciembre 26 de 2016

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