Amilcar Bazzano , profesor retirado de filosofía, vive en un viejo edificio de apartamentos de la Avenida Uruguay muy cerca de Tristán Narvaja. El paso del tiempo ha castigado al inmueble que, no obstante, mantiene un señorío arquitectónico que recuerda tiempos mejores. La gran puerta de hierro forjado y vidrio, con sus picaportes de bronce , siguen concitando la atención de arquitectos y estudiantes, a los que suele verse dibujando su desconchada fachada de balcones ruinosos y pretiles descascarados. Los mármoles de la entrada están rajados en muchas partes, pero la gran escalera, con su pasamanos de hierro y madera, sigue imponiendo una solemnidad anacrónica, que evoca presencias elegantes , sombreros y pieles, pesados perfumes. Una mirada menos nostálgica advertiría que la balustrada tiene peligrosos huecos donde el hierro protector ha sido sustituido por madera compensada y alambre . Uno de esos vanos se encuentra frente al departamento de Amilcar, quien en varias ocasiones ha reclamado inútilmente a la Comisión Administradora por el riesgo que ello supone. En todas las oportunidades se le contestó que tal eventualidad era relativa ya que , al no vivir niños en el edificio, tal posibilidad resultaba improbable por las dimensiones de la abertura. Amilcar no volvió a insistir.
La muerte de Doña Azucena ,una anciana que vivía sola en el departamento 603 , piso de arriba de Amilcar que ocupa el 503, cambiaría la situación al mudarse la señora Martinez y su pequeño hijo al que llamaban cariñosamente, por lo menos su madre, con el sobrenombre de Puchito.
Puchito alteraría rápidamente el sosegado ritmo del edificio.
La hora de la siesta , sin dudas la más silenciosa de las horas, en la que la mayoría de los viejos habitantes dedican a descabezar un sueño, dejó de serlo. A las tres, exactamente en punto, Puchito, comenzaba su descenso y ascenso por las escaleras con ruidosas pisadas, desde el sexto a la planta baja. Cuando se cansaba subía al vetusto ascensor y repetía el viaje deteniéndose a su gusto en cualquiera de los pisos.
Casi tan añoso como el elevador era Goncalvez, el portero. Goncalvez había sido camionero en la ruta de Rivera do Livramento a Montevideo transportando sandías. Un accidente laboral lo obligó a retirarse con una magra jubilación. Usaba un bastón, estaba casi permanentemente sentado y era bastante sordo. La ayuda económica adicional no era mucha, de hecho apenas unos pocos pesos, pero en acuerdo con la Comisión, que le permitía utilizar un pequeño alojamiento en la planta baja donde tenía una cama y unas pocas pertenencias, le bastaban para pasar sus dolorosos años. La simpatía de los moradores agregaban una mínima cuota de afecto a su solitaria vida.
Goncalvez fue la primera víctima de Puchito. El vano intento del portero de limitar el abusivo uso del ascensor con su natural gentileza fue tomado por el infante como una provocación que no estaba dispuesto a soportar. Privado de su bastón Goncalvez era un barco encallado. Sin posibilidades de levantarse tuvo que soportar las iniquidades del niño en callada resignación. Debía esperar la entrada de algún vecino para recuperar su humilde sostén. Para entonces Puchito ya había desaparecido.
El drama casi diario de Goncalvez se desarrollaba en la soledad marmórea de la entrada y nunca de su boca salió una palabra para denunciar tamaña maldad.
Todos sabían que Berta, la inquilina del segundo, era , para llamarla de alguna manera, una mujer de la noche, aunque en su caso, desarrollara su vieja profesión durante el día. Don Amilcar Bazzano había hecho la vista gorda cuando alguna vez la viera en Tristán Narvaja y una de sus laterales, ofreciendo una mercadería tan pasada como las frutas que se vendían a bajo precio en muchos puestos de la feria dominical. Estos antecedentes que para gente más conservadora hubiera sido motivo de ignominia y exclusión, no pasaba en la fraterna comunidad que integraba.
Aquella tarde en que llegó más temprano que de costumbre, acaso por la lluvia fría que caía alejando clientes, Amilcar sintió los gritos y el llanto. Los gritos agudos eran de Puchito repitiendo la incomprensible interjección …uta…uta…uta…!!!
Salió al rellano. Abajo, junto a Goncalvez que la consolaba, Berta lloraba con roncos estertores de angustia y tabaco. Al mismo tiempo los pasos apresurados del niño subiendo la escalera. Se detuvo frente a Amilcar que le cerraba el paso hacia su departamento. Se miraron a los ojos. Desafiante sobre sus sandalias de cuero, de cabeza grande y redonda, el impúber de imprecisa edad, exigía que se apartara de su camino. Bajo su pelo negro, la angosta frente y los ojos ruines. Solo fue un segundo para reconocerse como enemigos irreconciliables. Dio un paso atrás. Puchito siguió subiendo ruidosamente. El golpe de la puerta al cerrarse con violencia. La lluvia que seguía cayendo. Los apagados gemidos de Berta.
Un estado de alarma , silencioso y temeroso, se adueño del edificio. A media voz se comentaban los latrocinios de “el hijo de la Martinez”. Aunque, poco a poco, lo fueron reconociendo como Pucho. Una especie de entidad maligna a la que atribuían la mayor parte de los desgraciados sucesos de los últimos meses.
La desaparición del jilguero de la vecina del 301, que apareciera luego en el contenedor de la esquina sin cabeza y ligeramente chamuscado, no podía achacársele a gato alguno. La crueldad con que se había actuado sobre la infeliz avecilla causó gran consternación. Concientes de la impresión que podía llevarse su dueña de haberla enterado, llevaron a sus vecinos a ocultarle la verdad, sugiriendo la improbable contingencia de que se hubiera volado.
No pasaba un día sin que una emergencia móvil estuviera estacionada frente a la entrada. La inquietud provocaba alteraciones nerviosas y ataques de pánico que las cansadas reservas sicológicas de los gerontes no podían superar. Casi todos habían tenido algún lamentable encuentro con Pucho. El resto lo evitaba como mejor podía. Solo parecía respetar a Amilcar Bazzano. Pero este no se engañaba. Intuía que Pucho estaba midiendo fuerzas, calculando posibilidades, esperando por la oportunidad propicia para descargar el golpe más contundente. Los vecinos no tardaron en mirar a Amilcar como la única esperanza en esa lucha no declarada entre el bien y el mal. No se trataba de diálogos, Amilcar era un hombre de costumbres austeras y pocas palabras, pero sí de miradas. Ellas lo decían todo. Ese silencioso vínculo era más fuerte con Goncalvez, sin duda, el más expuesto a las vilezas de Pucho, y una creciente simpatía entre los dos hombres, de tan diferentes profesiones y cultura, se afianzó ante el enemigo en común.
Una casualidad desencadenó la tragedia.
Greta Pildusky era polaca, tenía noventa y dos años y era una sobreviviente de los infames campos de exterminio donde había perdido a toda su familia.
Greta Pildusky era la vecina del apartamento 301 y dueña del jilguero aparecido en el contenedor de basura. Todavía conservaba la jaula abierta con la esperanza de que volviera.
Manolo, el cuidacoches de la cuadra, había sido testigo ocular del desgraciado hecho. El día que se cruzó con la anciana ,que miraba distraída los gorriones oscuros entre los árboles ,esperando divisar la manchita amarilla de su mascota , le comentó indignado lo sucedido. Manolo desconocía el piadoso acuerdo de los vecinos de Greta.
La dolorosa furia frente a la puerta cerrada del apartamento del engendro no fue presenciada por nadie. Temerosos, detrás de las suyas, los habitantes del edificio escuchaban los débiles golpes sobre la madera, las maldiciones entrecortadas por el llanto, e imaginaban, protegidos por su miedo, las terribles represalias que caerían sobre la indefensa anciana.
Solo Amilcar Bazzano recorrió los escalones que lo separaban de la desconsolada Greta Pildusky, pasó sus brazos sobre sus hombros y la acompañó hasta su apartamento.
Dos días más tarde su cuerpo sin vida fue hallado al pié de la empinada escalera que conducía al sótano.
La investigación policial no encontró nada extraño en su muerte. Las pericias forenses dictaminaron fractura de cráneo por caída accidental.
Nadie reparó en las pequeñas huellas de sandalias marcadas en el polvoriento piso del sótano.
La enterraron un sábado lluvioso en el cementerio israelita del Cerro. Todos los vecinos la acompañaron en el doloroso tramo final.
A excepción hecha de la señora de Martinez y su hijo Pucho
A las tres de la madrugada Amilcar Bazzano abrió silenciosamente la puerta de su departamento y se apoyó en la baranda de la escalera. Apenas una luz mortecina en la puerta de entrada. La silla vacía de Goncalvez. Los húmedos reflejos de la calle desierta. Con infinito cuidado fue cortando los alambres que mantenían asegurada la madera compensada que cubría el hueco de la balustrada. Los retiró cuidadosamente y los guardó en su bolsillo. Después volvió a colocar la madera en su sitio. Miró hacia arriba, al alto y oscuro techo , bajó la mirada recorriendo los pisos lentamente asegurándose de que estuviera solo. Entró a su departamento, giró dos veces la llave y deslizó la tranca.
A la tristeza del domingo gris y lluvioso se sumaba la desolación y el luto, el miedo y la impotencia ante lo que consideraban inevitable.
El mal tiempo había corrido a la gente de las calles. Los feriantes de Tristán Narvaja habían levantado temprano sus puestos. En la esquina de Magallanes y Paysandú, el último vendedor de Tortas Fritas , apenas protegido por la fragilidad de su carpa de nylon, miraba con desconfianza el techo trasparente donde el agua se acumulaba amenazante.
Con las manos y el mentón apoyados en su bastón, indiferente a las eternas horas del domingo, Goncalvez se confundía con la penumbra marmórea de la entrada.
A las tres menos diez Amilcar Bazzano dejó a Nietzsche sobre la mesa, se levantó del viejo sillón donde leía y apagó la luz de la lámpara de pie. Por las corridas cortinas se filtraba una apagada claridad. Se acercó a la puerta, descorrió tranca y cerrojo, y esperó con la espalda apoyada en la madera. Escuchó cuando se abría la puerta del 603. No necesitaba reloj para saber que eran las tres en punto. Giró rápidamente y puso su mano sobre el picaporte. Los pasos bajaban apresurados. Pero Amilcar sabía exactamente cuando estarían pasando frente a su puerta.
Con cronometrada precisión salió al rellano.
No hubo violencia. Apenas el toque vertiginoso de dos cuerpos en el limitado espacio entre puerta y pasamanos.
Goncalvez giró con parsimonia la cabeza.
Y recordó, lejanamente, los mozos descargando los camiones de sandías. A veces un fruto se escapaba de sus manos cayendo al piso con apagado golpe. El jugo, rojo y pegajoso con trozos de pulpa, se extendía lentamente por el patio de descarga del Mercado Modelo.
Elbio Firpo
Mayo del 2009
Nota: del libro El Casco y otros cuentos del autor