Prólogo
El cuento que presentamos hoy, inédito, fue escrito para integrar el libro A la derecha del roble publicado en el año 2008. Por razones de tiempo y espacio editorial no pudo ser incluído. Lo que puede hacer interesante a la narración, es que todos los personajes, lugares y circunstancias, son absolutamente los que alguna vez poblaron la vida del autor. Hoy, la mayoría de ellos, y los más queridos, ya no están. Tampoco la vieja casa de los Tassino. Afortunadamente la querida Escuela Italia sigue tan lozana y blanca como la túnica de Marcos.
La túnica de Tassino
“Pero solo nosotros sabíamos que aquella mansión navegaba como un navío. Solo nosotros, que visitábamos los pañoles, la cala, conocíamos en qué lugar hacía agua. Conocíamos los agujeros de la techumbre donde se introducían los pájaros para morir».
Antoine de Saint – Exupéry “Correo del Sur”
La ruta desde la Casa Presidencial al Palacio Estévez no sigue la distancia más corta sino la más segura. El Mercedes se desliza en silencio. En la hermética cabina climatizada apenas se escuchan las sirenas de las motos que nos despejan el camino. El aire acondicionado, el olor a cuero, el conductor de lentes oscuros, eficiente e impersonal, el mullido asiento en que reposo, me sumen en una somnolencia hipnótica. Un inesperado regreso. No debo preocuparme por mi silente compañero de viaje. Dormita sumido en sus pensamientos. Difícilmente inicie un diálogo que me vuelva súbitamente al presente. Porque el Mercedes en sus sinuosas e incongruentes vueltas, rueda sobre las calles de mi barrio. La casa todavía está allí. El jardín cubierto de rosas donde mi padre corta jazmines. El clic-clac de la tijera de podar. Mi madre recibiendo las flores. Sobre la calle empedrada los altos plátanos. El coche se estremece levemente al tomar Caridad y rodar sobre los adoquines que desafían su amortiguación. Es la hora del recreo. Hemos tomado la leche en los grandes vasos de aluminio. Yo le agrego siempre cocoa y azúcar para darle gusto. A veces le pongo café que mi madre me prepara y yo lo llevo en un frasquito con forma de ferrocarril. Marcos está junto a mí o yo junto a él, no sé, pero siempre estamos juntos. Tiene la túnica más blanca y almidonada de toda la Escuela. Creo que le da un poco de vergüenza porque todos lo miran y él tan blanco con la enorme moña azul. Nosotros estamos en primero, mi hermano Alberto y el suyo, Oscar, en sexto. También son amigos. Y su mamá, que le dicen Mamina, es amiga de mi madre. Al lado de la Escuela hay una panadería, “La Granada” donde los niños de sexto van a buscar los bizcochos y los venden en el recreo. Con la leche también te dan un pan calentito recién horneado.
En las calles laterales los motociclistas apagan las sirenas y toda la caravana disminuye su marcha. En mi barrio hay poca incidencia de francotiradores. Pero a la altura de Burgues y San Martin pasamos veloces. Cruzamos Vilardebó hacia Guadalupe. A mitad de cuadra la Central de Teléfonos Aguada. Apenas alcanzo el timbre con el brazo derecho extendido. En el izquierdo la vianda tibia envuelta en una gran servilleta con moño. Las puertas metálicas son enormes. Subo la gran escalera de mármol. Hace calor y hay un olor a plástico en el aire. Mi padre de overall azul viene desde la Sala de Selectores donde siempre hay ruido de la gente que llama por teléfono. A veces me lleva con él y me enseña cómo funcionan. Después me da un beso y yo me voy corriendo a casa. El cine “Avenida” es ahora un estacionamiento cerrado. Era enorme y tenía butacas de madera. Lo observo de reojo para no perder mi compostura. Pero mi acompañante parece seguir dormitando. “El Hombre del Planeta X”, mi primera película de ciencia ficción. Blanco y negro. Los páramos y la niebla. La nave espacial y el alienígena asustándome desde la pantalla. En ocasiones el trazado de la ruta era geométrico. Reyes, Millán, San Martín, Agraciada, 18 de Julio. Siempre evoco a la Avenida Millán bajo una llovizna pertinaz y gris. Quizás porque a pocas cuadras del Hospital Vilardebó estaba la casa de Marcos. Un caserón antiguo con un gran living sin ventanas solo iluminado por la tenue luz de la alta claraboya. Hay cuadros oscuros en las paredes y viejos sillones. En una mesa un velero de delicado modelaje. Lo miro muy de cerca sin tocarlo. Velas, jarcias, palos y la maravilla de los botes salvavidas tan diminutos y perfectos. Un polvo imperceptible difumina en grises las blancas velas y el casco. Al fondo del salón, insólitamente en lo alto, la cocina. Se accede a ella por una escalera apoyada en la pared. El procedimiento resulta algo arriesgado para los no iniciados pero vale la pena. Abajo quedan la cala y las bodegas oscuras. El lugar me parece maravilloso. Nos rodea un mar de azoteas que el alquitrán cubre siguiendo sus quebradas líneas. Y están las chimeneas rojas y negras descascaradas por el óxido. Crecen desparejas en dudosa verticalidad. Volcados cómicamente los protectores de zinc cubiertos de hollín. Íbamos por las tardes a estudiar. Ellos eran cuatro varones, Oscar, Álvaro, Marcos y Javier. A veces estaban todos alrededor de la bulliciosa mesa. Mamina nos preparaba un gran tazón de café con leche y pan con manteca. El conductor enciende los limpiaparabrisas. Sobre la casa abandonada cae la lluvia. Moja las hojas amontonadas en los balcones, corre sobre los vidrios biselados de la vieja claraboya. Su húmeda luz ilumina ámbitos vacíos. Con los años de mi padre recorro las calles del barrio buscando jardines desaparecidos y amigos perdidos. Los sueños son más amables conmigo que ese ejercicio de melancolía tenuemente masoquista. El sol de invierno entibia el patio con olor a bizcochos. Marcos está junto a mi o yo junto a él , no sé, pero siempre estamos juntos.
Elbio Firpo
Enero 17 del 2008