LA VIGENCIA DE LA DOCTRINA SOCIALISTA

La “Comuna de París” de 1871, encarnó una revolución social de obreros y comerciantes contra un gobierno conservador. La palabra “socialista” fue de uso común en Francia hacia 1830, y se empleaba para designar teorías y hombres que se oponían a una sociedad gobernada por los principios del mercado y a una economía (pensaban) que beneficiaba a los acaudalados. El igualitarismo económico y social es fundamental en la idea socialista. La propiedad de la riqueza otorga unas ventajas y permite que unas clases sociales opriman a otras. Todos los socialistas coincidían en que los derechos de propiedad reforzaban la injusticia y algunos pretendían su abolición total. A éstos se le llamaban comunistas. Las ideas igualitarias siempre han fascinado a los hombres y muchos gobernantes se han esforzado por conciliar las diferencias entre pobres y ricos.

El cambio económico y social que planteaba la industrialización europea impulsó a un noble francés, Claude Saint-Simon (1760-1825) (junto al británico Robert Owen [1771-1858] fueron considerados fundadores del socialismo moderno), a pregonar la necesidad de una organización planificada de la economía. Saint Simon argumentó que el impacto sobre la sociedad del avance tecnológico y científico demandaba, además, la sustitución de las clases gobernantes tradicionales, aristocráticas y rurales, por unas élites que representaban a las nuevas fuerzas económicas e intelectuales (John M. Roberts: “La era de la Revolución”).

En 1848, el Manifiesto Comunista de Karl Marx se constituyó en el documento más trascendente de la historia del socialismo. La sociedad industrial había creado una nueva clase trabajadora destinada a actuar revolucionariamente. El capitalismo estaba desfasado y, por lo tanto, condenado históricamente. Toda la sociedad, según Marx, tiene un sistema particular de derechos de propiedad y relaciones de clase, y éstas determinan su particular sistema político. La política es la expresión obligada de las fuerzas económicas. Tarde o temprano, según percibía Marx, la revolución acabaría con la sociedad capitalista y sus formas, del mismo modo que la sociedad capitalista había terminado con la feudal.

Un movimiento socialista internacional surgió en los veinte años siguientes a la publicación del Manifiesto. El marxismo se transformó en un mito popular basado en una visión de la historia en la cual la clase obrera era el pueblo elegido para establecer una sociedad justa. El edificio creado por Marx se sustenta en una fe laica sobre la evolución de la historia como fuente de inspiración para la organización de la clase obrera. La primera Organización Internacional de Trabajadores apareció en 1863.

El objetivo de la eliminación de las diferencias de clase, llevó a los socialistas a plantearse si se podía llegar por medios democráticos a una sociedad sin clases organizada según principios socialistas, o si el único modo de vencer a las poderosas instituciones del capital y la propiedad privada, era la violencia revolucionaria. Dentro de la primera concepción se ubicaron los socialdemócratas para distinguirse de los marxistas radicales que alimentaban la idea de la revolución cruenta.

Finalizada la Primera Guerra Mundial en 1918, se plantearon en el terreno de la filosofía de la historia, tres antagonismos básicos que constituyen el núcleo del siglo XX: la democracia liberal, el marxismo leninismo y el fascismo/ nacional socialismo. Luego de la segunda guerra mundial desaparece esta última propuesta y quedan sólo dos campos para las ideas políticas.

Con la Revolución rusa de 1917 se inició una época del llamado “mito de la revolución” que perduró hasta la caída de la Unión Soviética. Su centro ideal fue el marxismo-leninismo y su Revolución. Ésta tiene sus antecedentes en la mística de la Revolución Francesa y alcanzó clara visibilidad con La Comuna de París. Mientras el mundo liberal es el más plural y complejo, el marxismo leninismo se presenta como la Revolución definitiva. En cierto modo una continuación, negación y superación de la Revolución Francesa.

El ensayista inglés H.G. Wells señaló que la dinámica esencial de la historia ha sido la interacción de las civilizaciones agrarias y las minorías de pastores nómadas. El gran salto histórico se produjo con la Revolución Norteamericana dando paso a la democracia moderna, la Revolución Francesa con sus postulados de libertad e igualdad y la Revolución Industrial provocando acelerados cambios sociales y económicos. Esta síntesis posibilitó la gestación universal de una comunidad de libre voluntad del individuo en los propósitos comunes de la civilización. Este nuevo régimen democrático liberal, según H.G. Wells, se caracteriza por la Revolución “mecánica” que exime del trabajo servil campesino, aumenta la productividad y posibilita la instauración de una civilización de “participantes”. Wells tiene una perspectiva moralista del inevitable ascenso de la especie humana.

Mientras la corriente histórica liberal democrática de Occidente se muestra polifacética, “la Revolución de Octubre de 1917, se condensa en modo monolítico en Marx y su continuación en Lenin […] A la “primera modernidad” liberal democrática se le contraponía una “segunda modernidad” comunista, que pretendía alcanzar la Revolución definitiva, el más allá de la historia, que convertía a ésta en “pre-historia”, pues que realizaba el paso del “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”. (Alberto Methol Ferré: Filosofía e Historia tras el Colapso del Ateísmo Mesiánico”).

Lo cierto es que el marxismo elaboró una “filosofía de la historia” de efervescente coherencia, donde la historia universal presenta una serie de regímenes de producción: comunismo primitivo, esclavismo antiguo, feudalismo, capitalismo, finalmente la lucha de clases, una sociedad comunista del hombre reconciliado históricamente con el hombre. La pregunta surge: ¿cómo es posible el gran salto del capitalismo al comunismo? Falta la praxis que obliga al marxismo a tomar en cuenta una vía de concertación liberal democrática basada en una evolución, un “reformismo” fragmentario, que permita una transición moderada hacia el “reino de la libertad”. Sin embargo, Lenin logró superar esta propuesta revolucionaria atemperada alcanzando, con la Revolución de Octubre, un éxito que proyectó la revolución más allá de la poderosa Rusia.

La paradoja quedará establecida por el camino delineado por Karl Marx. Su punto de partida es una clara oposición al Cristianismo. Su materialismo dialéctico es la expresión de una contra-religión, pero al mismo tiempo es la expresión de un “reino de los hombres” con un sentido de la historia que lo hermana con la propuesta cristiana de alcanzar un “reino”, que en su caso se configura como una “religión secular universal”, un “ateísmo mesiánico”. La Religión es sustituida por la Política, e inexorablemente por el Estado Totalitario.

Este socialismo ateo, en especial el marxismo, comienza a ser por primera vez en la historia un movimiento de masas. Luego de la primera guerra mundial, Rusia se presenta como la gran esperanza y su revolución va más allá de las Revoluciones norteamericana y francesa, proclamando al imperialismo, como última etapa del capitalismo. Su gran expansión se produjo luego de la segunda guerra mundial y agotó su itinerario en 1989. La unidad pretendida entre teoría y praxis, el diseño de una “sociología profética” y “economía escatológica” en una sola dinámica totalizante, tendrá su freno definitivo.

El marxismo, luego de Stalin, tuvo una significativa expansión intelectual en Europa Occidental. Su renovación en figuras como Marc Bloch (1886-1944, fundador de la Escuela de los Annales y autor de “Introducción a la Historia”), Herbert Marcuse (1898-1979, filósofo y sociólogo judío, integrante de la llamada Escuela de Frankfurt), Jean Paul Sartre (1905-1980, filósofo y escritor francés, profesó el existencialismo y el marxismo humanista), pretendió poner en jaque tanto al capitalismo norteamericano como al totalitarismo soviético. Este marxismo occidental tuvo el freno del Tercer Mundo en el proceso de descolonización de los imperios europeos. Sin embargo, penetró profundamente en las reivindicaciones de los pueblos dependientes de los poderes de occidente. En América Latina, con la sociología de la modernización, tuvo una importante presencia en los años sesenta. Nunca antes el marxismo había tenido una adhesión tan manifiesta, diluida con el correr del tiempo por la falta de renovación del “marxismo dogmático” de la URSS.

El triunfo del liberalismo económico y el advenimiento de una sociedad post-industrial a partir de mediados de los años 70, crearon una nueva dinámica histórica que dejó fuera de competencia a la Unión Soviética. En 1980 los propios obreros polacos en el sindicato “Solidaridad” reivindicaron su derecho a la libertad; más tarde los intentos de “perestroika” y “gladsnot” no hicieron más que precipitar la caída de la URSS y el propósito final de la Revolución.

La caída del imperio soviético ha hecho desaparecer muchos aspectos políticos y económicos del sistema totalitario marxista. Sin embargo, el marxismo gramsciano ha logrado dar vida a una cultura laica y radical, que está presente en muchos sectores de la población occidental. Para lograr un marxismo teórico e intelectual, Antonio Gramsci (1891-1937) desarrolló su teoría a partir de las circunstancias políticas y económicas que presentaba Europa del oeste.

Este autor comunista consideró la necesidad de construir una estrategia revolucionaria específica para Europa de Occidente. Si en Rusia fue imprescindible apropiarse del Estado para dominar la sociedad; en Europa, al existir una sociedad civil desarrollada, la necesidad se plantea en sentido contrario, es decir, conquistar la sociedad para apropiarse del Estado. ¿Cuál es la estrategia?, la de cautivar ideológicamente a los intelectuales, sobre todo a través de la escuela, la universidad, la magistratura, el arte; puesto que los intelectuales son los difusores más eficaces de las ideas. El intelectual como portavoz del cambio de valores, el instrumento más poderoso para romper con el poder político.

Hoy toman fuerza nuevas propuestas del socialismo político. Su origen se ubica en el fundador de la socialdemocracia Eduard Bernstein (1850-1923, político alemán de origen judío), quien llevó adelante un proceso de revisionismo de la doctrina marxista precisando, principalmente, que “La ausencia de dominio de clase se podrá lograr mediante los procesos democráticos de los países liberales. Los partidos socialdemócratas deben conquistar el poder no a través de la revolución, sino mediante la victoria en las elecciones políticas. La democracia trabaja a favor de la conciliación de las clases y a su superación. En ese sentido, la democracia es medio y fin”. (Mariano Fazio: “Historia de las ideas contemporáneas”).

El mencionado Berstein, con su visión humanista ha superado el marxismo ortodoxo. Los socialismos actuales mantienen su visión economicista del mundo y reconocen el papel positivo de la propiedad privada y la libre iniciativa individual. En el siglo XX, el laborismo británico y el socialismo escandinavo, son dos ejemplos del socialismo democrático.

 

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