Vivíamos en Bvar. España y Bvar. Artigas a escasos metros donde, esa tarde, el General recién liberado,dirigiría su primer mensaje a la ciudadanía. Desde mi ventana veía como, lentamente, la gente llenaba veredas y calzadas en tanto la policía desviaba el tránsito y los semáforos enviaban sus inútiles guiños. Grupo de jóvenes con banderas. Gente mayor. Estribillos repetidos cada vez más animados. Mi mujer y yo, sin pensarlo mucho-que había que pensar?- decidimos bajar y sumarnos al gentío ansioso que esperaba la salida del líder. Nos ubicamos en medio de la calzada de Bvar. Artigas con una excelente visual del edificio y del balcón, donde, en momentos, aparecería el orador. Pronto quedamos en medio de una muchedumbre abigarrada que estalló en un solo grito cuando, acompañado por su familia, el General surgió desde la altura.
Las crónicas de la época, la historia particular de ese día trascendente, podrán ilustrar al lector interesado con más precisión que mi memoria. Permanecimos allí durante todo el tiempo que duró el acto. El estribillo-“Se va a acabar…se va a acabar…la dictadura militar”- surgió espontáneo cuando el General, megáfono en mano y brazos en alto, finalizó su discurso. Me asaltó la inquietud cuando el gentío convertido en una sola voz, exigió a través de otro estribillo, la prueba final: Toron…ton…ton… …el que no salta es botón!. Permanecimos sin movernos con los pies apoyados en el cemento de la calle mientras todo el mundo saltaba enfervorizado. Pero no pasó nada. Tiempo después me felicitaría por mi determinación, que confieso, a punto estuvo de quebrarse. El acto terminaba y regresábamos a nuestro departamento-“Les pido a ustedes que en la forma más pacífica y más tranquila cada quien retorne a su hogar…-“ había solicitado el General y el público obediente se retiraba en orden.
Como las luces amarillas que en ocasiones se encienden en el panel de instrumentos de nuestro avión advirtiéndonos de un riesgo eventual, así mi cerebro me llamaba la atención aconsejándome prudencia y astucia, cualidades que mi confusa inteligencia emocional registró pocas veces. La lucecita se prendió de nuevo cuando el día siguiente llegué al despacho compartido con los otros edecanes. Ambos leían los diarios de la mañana. Cosa que también hacía el Comisario Inspector jefe de la custodia personal del Presidente. La noticia excluyente era la liberación del General y su aparición pública en el balcón de su casa. Sumidos en la lectura aproveché el momento para comentar mi incursión de la víspera. Procuré darle al relato cierto carácter de informe, como una iniciativa personal, condición muy valorada en el R-21, Reglamento General de los Servicios y que se tiene particularmente en cuenta en los informes anuales de calificación. El trío suspendió por un momento su excluyente labor intelectual mostrando un relativo y amable interés en mis comentarios. Después siguieron leyendo.
Quince días más tarde, olvidado por completo del episodio y estando en casa, atendí una llamada por línea presidencial. El Jefe del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea, después de un amable saludo, solicitaba mi presencia en su oficina cuando mis obligaciones me lo permitiesen. El verbo solicitar, utilizado entonces, se explica por cuanto yo no tenía dependencia alguna con ese Servicio. Por tanto no podía darme una orden pasando por sobre mis jefes naturales, nada menos que el Presidente de la República y el Jefe de la Casa Militar.
Me presenté en su oficina a las once de la mañana del día siguiente. Afectado por una enfermedad terminal, completamente calvo por efectos de la radiación a la que era sometido, el Jefe de Inteligencia no se anduvo con rodeos.
-Que hizo usted el día 19 de marzo pasado alrededor de las 19:00 horas?
Más de veinte años pasados desde el encuentro repito, con la misma sinceridad de entonces, lo que respondí aquella mañana. Que no recordaba. Piense un poco-insistió. Así lo hice , pero por más que me esforzara no pude hacerlo. El Coronel había sido rubio y tenía ojos azules. Siempre me había recordado lejanamente al actor inglés Albert Finney. Ahora, en tanto me miraba fijamente, machacaba obstinado-Está seguro? Y tomando un sobre Manila retiró de su interior cuatro fotos que esparció sobre el escritorio.
Tendrían unos veinte centímetros por diez. Aunque tomadas desde ángulos distintos ,todas mostraban a mi mujer y yo, en medio de la gente.
-Ahora se acuerda? Dijo mordaz.
Lo primero que me vino a la mente-suele ocurrirme en situaciones semejantes-fue felicitarme por no haber saltado al influjo de aquellos cánticos. Las fotos en levitación, por más que fuera de algunos pocos centímetros, me mostrarían inexcusablemente culpable a los ojos de cualquier inquisidor.
-Que estaba haciendo? Preguntó sin esperar mi respuesta. De aquella cabeza lunar de rostro agradable únicamente la despectiva mueca de la boca justificaba mi desasosiego. Aún así, un enojo contenido e impotente por la certeza de que toda explicación sería inútil, me hizo permanecer callado. Decirle la verdad que se sintetizaba en la simpleza del vocablo, curiosidad, hubiera sido agregar kerosén a la fogata que este pequeño Torquemada se aprestaba a encender. Que estaba haciendo? Que estaba haciendo? Que podía estar haciendo, mi Coronel? Conspirar. Conspirar en medio de Bvr.Artigas y Bvar España con mis camaradas del Partido. Esos barbudos armados hasta los dientes con sus mates , barbas descuidadas y vaqueros gastados.. Entiende ahora? Nada menos que el Edecán de la Presidencia, el responsable de la casona de Suarez y Reyes. Se dá realmente cuenta de lo que estoy diciendo? Un magnicidio, mi Coronel. Y usted. Usted ha conseguido evitarlo. Tenga. Tenga mis muñecas, mi Coronel. Espóselas firmemente. Usted ha vencido.
Permanecí callado mientras el Jefe de Inteligencia continuó con un “…lamentablemente…usted no me deja otra opción que … su carrera se verá…
Cuando se detuvo para recargar y observar, como los artilleros esperan que se disipe el humo sobre el blanco para evaluar los daños causados, fue mi turno. Apenas una ráfaga de ametralladora punto cincuenta frente a los poderosos cañones de 15 pulgadas que intentaban pulverizarme.
-Le agradezco su preocupación, mi Coronel, pero debo decirle que apenas me retire de este despacho iré a informarle al Sr. Presidente de esta conversación a la vez que presentaré una solicitud de Tribunal de Honor para que juzgue mi conducta.
Cuando el bíblico David arrojó a Goliat el certero hondazo que lo derriba, valor, determinación y sobre todo, confianza, estaban presentes en el héroe. Ninguna de esas virtudes me adornan. En todo caso la zozobra del momento me empujó a huir hacia delante como única alternativa del acoso artillero.
Su rostro se descompuso y el agresivo rictus de su boca se tornó en forzada sonrisa.
-Tampoco exagere-dijo ligeramente conciliador-habrá que estudiar las circunstancias…no puede negarse que su situación es delicada pero…
-Mi decisión es irrevocable, mi Coronel.
Insistió . Arguyó que ventilar en un tribunal el incidente complicaría aún más mi situación a la vez que expondría al Servicio a una inconveniente exposición. Después de todo-acotó-esta es una conversación confidencial.
No dijo entre amigos. Hubiera sido demasiado.
La angustia que sentía se acentuaba a medida que pasaban las horas. Los edecanes me dieron su apoyo franco. Hubo idas y venidas del Edecán Militar al despacho del Presidente que me recibió avanzada la tarde. Procuré ceñirme a la más estricta síntesis y despojé a mi informe de cualquier consideración efectista o emocional. Por lo tanto fui muy breve. Me escuchó en silencio. Detrás de sus ojos-semejantes en sus reflejos a los helados lagos nórdicos-nada que delatara su pensamiento. Me despidió con un “Manténgame informado”. Al retirarme respiré profundo. El Tribunal de Honor de la Fuerza Aérea falló a mi favor. Absolución por falta absoluta de culpabilidad. No lo consideré una victoria. Poco después me sancionaban por haber concurrido a una concentración política con intención de procurar información sin estar autorizado. Estaba claro que nunca habían creído mi versión de los hechos. Yo estaba para ellos en la vereda de enfrente. El coronel calvo había trabajado bien. Las fotos que le entregara el soldado devenido en agente infiltrado le habían procurado un Von Staufenberg antes del 20 d Julio. No consiguió quemarlo en la plaza pública y se dedicó a diseminar, como la metástasis que devoraba su cuerpo , las versiones más extravagantes. Y las repitió mil veces.
Después de todo debería estarle agradecido por haberme incluido en la interminable lista de organizaciones subversivas que combatía. Para eso se necesita tener fuertes convicciones políticas, éticas o ideológicas y valor, mucho valor para entregarse a la causa. Y yo, coronel, lo único que siempre tuve fue miedo.
Fin
Elbio Firpo. Enero 3 del 2008