A pesar de considerar que la elegancia era uno de los requisitos fundamentales de nuestra función, otros no compartían totalmente esta opinión…y puede que no les faltase razón. Se admitía incluso cierta afectación en el uso del uniforme y en los movimientos que en torno del Presidente realizábamos en nuestro diario protocolo.
Quizás la palabra afectación no sea la más adecuada, no es amaneramiento a lo que me refiero. Tradicionalmente Ejército, Armada y Fuerza Aérea han tenido una forma particular de relacionamiento que es propia de cada Fuerza y que sus integrantes exhiben cada vez que la representan. Esa conducta no implica calificación de superioridad de unas sobre otras, simplemente señalan una peculiaridad que incluye modismos y costumbres que nos caracterizan.
Ese toque dispar se advierte inclusive dentro de las propias especialidades o Armas del Ejército. Así, al caballero, perteneciente al arma montada o de Caballería, suele adjudicársele una forma particular de caminar, producto de muchas horas a lomos de equino que producen una cierta acomodación de los miembros inferiores y que, sumado al uso de botas altas, lo haría fácilmente reconocible como jinete.
Su vocabulario adopta giros verbales propios del habitante de nuestra campaña y por lo general, es naturalmente campechano y abierto. No puedo asegurar que el generoso bigote caído sobre la comisura de los labios sea de uso genérico, a pesar de que algunos amigos acostumbran llevarlo.
La Artillería, arma técnica por excelencia, destaca por un orgullo genuino cuyo origen, quizás, sea el dominio que desde cadetes exhiben de las complicadas fórmulas utilizadas para que un proyectil salido de la boca de un cañón llegue al blanco. Son meticulosos y algo rígidos, pero esta es una apreciación personal y amistosa con la que puede discreparse.
A la Infantería, arma numéricamente mayoritaria, no puedo atribuirle rasgos distintivos que pueda recordar sin pecar de atrevido. Siempre me resultaron buenos camaradas y aún modestos, si se tiene en cuenta el título que se le atribuye al arma de “reina de las batallas.”
Por ser yo mismo paracaidista, me atrevo a opinar con más conocimiento de causa y simpatía sobre esta arriesgada especialidad.
Ellos tienen la gran condición de vivir cada día como si fuera el 6 de Junio de 1944. Castigan su cuerpo con infinitas lagartijas y vociferan que son muy malos.
Nada más alejado de la realidad. Excelentes deportistas y mejores amigos, los paracaidistas sueñan con el viento sacudiendo las chapas de un C-47 y desde la altura de donde se desprenden, el cerro de Montevideo se transforma en el Gran Sasso y la fortaleza de Santa Teresa en Eben-Emael.
Amo la Armada. Después del cielo , el mar y si fuera posible, ambas cosas. Todavía persiste mi dolor por la muerte del Teniente Henry Brubaker ( William Holden) el heroico piloto de “ Phanter” de “Los puentes de Toko-Ri abatido en Corea por los comunistas chinos y la de Henry Fonda, como el romántico “Mr. Roberts” que a toda costa quería luchar contra los japoneses y un “Kamikaze” no le dejó terminar la guerra.
Tengo una prima, cincuentona larga y todavía soltera, que sigue soñando con “un naval”. En su fantasía post-menopáusica los imagina altos y espigados de piel muy blanca y pelirrojos. He tratado de sacarla de su error, diciéndole que tengo amigos marinos morochos de ojos verdes. Pero nada. Es probable que alguna vez se cruzara con oficiales norteamericanos de visita en nuestro puerto y de allí la confusión. Solía repetirme al regreso de los desfiles de “ El Sauce” o de Florida -¡ Que “beyos son los marinos, primo! ¡Que “beyos”!
Esta suma de elementos identificatorios de un estilo se relacionan con nuestro desempeño como edecanes, con la elegancia y los guantes.
Los tres edecanes, si bien a las órdenes del señor Presidente, dependíamos funcionalmente del Jefe de la Casa Militar, a quién se le conocía familiarmente con el sobrenombre de “El Mastín”. Conjeturar que el apodo tuviera que ver con el dicho de ser el mejor amigo del mundo, sería aventurado. De mi seguramente no lo era.
El edecán naval, Capitán de Fragata A, era oro en polvo. Alto y en extremo elegante, tenía una mirada franca y un andar reposado. Demostró ser un gran camarada de inestimable valía. Sumaba a sus encomiables aptitudes y su aspecto de Comandante de submarino nuclear, el hecho de ser campeón sudamericano de tiro. Cuándo estaba de servicio, es decir, acompañando toda la jornada al Presidente, se sentaba en el Mercedes con un pistolón cuya marca ni siquiera el primer mandatario se atrevía a preguntar. Asumíamos que el marino era el tirador plateado, habida cuenta del título sudamericano que ostentaba.
El edecán del Ejército, Teniente Coronel B, era, siguiendo con esta caprichosa calificación en metales preciosos, plata en polvo. Probablemente con una ligera aleación de cobre, apenas una pizca. Si estuviéramos en la escuela primaria diría que mi buen camarada terrestre era el monitor de la clase, siempre borrando el pizarrón y acomodando las tizas. Era el hombre más allegado al Presidente y al “ Mastín”. Parecía custodiar importantes secretos de Estado.
Permanecía los fines de semana en la estancia de Anchorena, preocupado por la ecología del lugar, de donde regresaba los lunes con los ojitos muy rojos.
Usaba un pequeño Smith & Wesson de cachas nacaradas que sacaba de su gruesa cintura cuándo estaba de servicio. Apoyaba el dedo índice en el gatillo y giraba su cabeza enrulada buscando francotiradores.
Al igual que el Fragata, salvo en el tamaño del instrumento, trasmitía una sensación de seguridad y dominio de la escena , realmente envidiables.
Una tarde de invierno, en el Palacio Estévez, esperaba la salida del Presidente para acompañarlo a Suárez. La niebla adelantaba la noche que cubría la Plaza Independencia. Por primera vez en la estación usaba mi abrigado capote. Lo complementaban el pañuelo de seda blanco y los guantes de cuero. Los cordones dorados pendían de mi hombro izquierdo. El conjunto elegante, aunque algo pesado, dificultaba los movimientos por lo que dejé mi arma de reglamento en el cajón del escritorio. Había recibido el visto bueno de mi atuendo por parte de mis amigas de Secretaría, donde todas las tardes tomaba el té.
Las secretarias de la Presidencia eran algo aparte.
Aisladas en un amplio despacho al que la rigidez del entorno masculino las condenaba, sumaban a su estoicismo y eficiencia la gracia refinada de su condición de mujeres.
El Presidente salió de su despacho. Calzaba su sombrero y una gabardina inglesa de corte impecable. Se ahorró el saludo de la tarde. Bajamos en pelotón los escalones alfombrados. La guardia de Blandengues paró sus lanzas. Angelical como una aparición, una policía femenina, alta y rubia, se cuadraba militarmente sobre sus tacos altos.
El Presidente saludó con un ligero golpe de cabeza.
Subimos al “Mercedes”. Sentado sobre la izquierda, me preocupé porque mi capote no se arrugara y el pañuelo se mantuviera en su lugar, apenas sobresaliendo del cuello.
Sosteniendo los guantes con ambas manos, los apoyé sobre mis rodillas.
El Presidente, con un ligero movimiento, tomó por debajo de su asiento una subametralladora israelí con dos cargadores y la acunó sobre su regazo.
Partimos.
La niebla, la tibieza del “ Mercedes”, mi abrigado capote , todo invitaba a la evasión. Expuse mi perfil romano, no exento de una aparente altivez, al juicio del pueblo, que esa noche parecía no existir.
Rodábamos por calles brumosas, casi etéreas. No cerraba los ojos pero estaba muy lejos de allí. Al tomar Millán a la altura de San Martín tuve la intuición de que el Presidente iba a hablarme. Pasábamos frente la Hospital Vilardebó.-
-¿Saldías…
-¿señor Presidente?
-¿ Usted no lleva armas?
En el primer instante, el destello de contestar una guasada casi se impuso al sentido común pero intuí que podía terminar en desgracia. Opté por un lacónico –No, señor Presidente.
Casi llegábamos a Bulevard Artigas. Los faros de las motos se impusieron al rojo de los semáforos y pasamos raudos.
Después de un opresivo silencio, dijo:
-Está bien…Cuando haya que correr, usted podrá hacerlo más rápido.
Las rejas de Suárez se abrieron. Habría que esperar la mañana.
Palacio Estévez. Nueve a.m.
En quince minutos reunión de los edecanes en el despacho de “El Mastín”, con las armas de reglamento.
La situación me recordó las revisaciones médicas sorpresivas de mis años de cadete buscando pecadillos de fin de semana.
Fuimos entrando al despacho. Primero lo hizo el Fragata con su enorme aparato y sus complicados sistemas telemétricos de puntería. El Tte. Cnel. B entró con su pequeño áspid de metal y nácar dominando el terreno. Después lo hice yo con un 38 corto de tenues reflejos azulados.
Nos sentamos.
“ El Mastín” comenzó con una fuerte arenga sobre seguridad y armamento. A pesar del uso del plural, nadie desconocía quién era el destinatario del castigo. El monitor asentía con un mohín serio. El Fragata impasible.
La mirada del General se detuvo de pronto sobre mi instrumento.
Conociendo la fibra humorística del General, semejante en la observación microscópica a la del alcornoque, árbol perennifolio de donde se extrae el corcho, no imaginé ni por un instante que la pregunta-afirmación que hizo tuviera doble intención ni ocultase propósitos sicoanalíticos por lo que , la reproduzco a continuación , tal cuál fue formulada y contestada.
-Comandante Saldías…
-¿ Mi General…?
-Usted la usa poco …¿ verdad?
-Así es, mi General…pero a partir de mañana la empiezo a usar.
El invierno se obstinaba brumoso y frío.
En el “Mercedes”, los rituales de costumbre.
Entre mis manos enguantadas el 38 corto.
Nos deslizábamos por Propios. Un ligero sentimiento de inutilidad me deprimía.
De pronto , un reflejo. Después otro. Bajé la mirada. Sobre el acerado azul del 38, las luces de mercurio de la Avenida saltaban con destellos iridiscentes hacia los dorados botones de mi capote.
Un caleidoscopio tan hermoso como efímero se deshacía en mis manos.
Los faros de las motos abrían en la niebla un difuso camino rumbo a Suárez.
El cuento pertenece al libro “ A la derecha del Roble” publicado en el año 2008.
Elbio Firpo.
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