Los moluscos

“Mamita querida…como se les dice a los que se quiere que se les quiere?”

 Carta de Antoine de Saint-Exupery a su madre.

Mayo de 1928

Me refiero específicamente a los grandes caracoles de mar, aquellos cuyas caparazones suelen encontrarse en playas solitarias y de difícil acceso. Caparazones vacías, por supuesto, raro es encontrarlos vivos. Sin embargo, después de fuertes tormentas, arrancados de las rocas submarinas donde forman colonias, los he encontrado moviéndose con dificultad sobre la arena, perdidos y condenados a una muerte segura.

En esas ocasiones nunca he dudado en volverlos al mar con la improbable esperanza de que encuentren el rugoso peñasco de donde fueran arrebatados.

Ninguno de mis camaradas perdonará mi atrevimiento al compararlos con esos simpáticos bichos que tanto amo.

Hacía frio, aunque estaba soleado, cuando fuimos llegando al estacionamiento del Club.

Yo había pedido que me llevaran, evitando el displacer, cada día más acuciante, del manejo automotor. Por otro lado, la posibilidad de algunas “ copejas” justificaba mi solicitud.

Siempre habrá un abstemio y un creyente entre nosotros que nos extienda una mano solidaria.

Despedíamos al heroico Petrus que partía – aunque usted no lo crea- al desierto más peligroso del mundo impulsado por el amor.

Petrus, representó siempre la quinta esencia de la aptitud militar.  Eximio  piloto de caza, excelente camarada y amigo, sumaba a su recia presencia, el cuidado extremo de sus prendas.

Siempre me sentí algo avergonzado cuándo comparaba mi arrugado y oloroso mono de vuelo con el suyo que siempre parecía recién salido de la tintorería.

Un gesto ligeramente adusto y la parquedad de su verba ocultaban un espíritu sensible y noble.

Su breve biblioteca incluía un Reglamento de Servicio, el familiar R-21, el Código Penal Militar, y muchos manuales de vuelo.

Mencionar a Juana de Ibarbouru, Neruda, Gabriela Mistral o Delmira Agustini- como alguna vez hicimos en su presencia-provocó un brusco cambio en su semblante, nos miró fijamente y preguntó sobresaltado:

-¿Quién?

Petrus no había llegado aún.

Había sido un largo viaje.

El Padre Karras, apodo cariñoso con el que distinguíamos a nuestro transportista, habida cuenta de su acendrada religiosidad, había mantenido la aguja del velocímetro en los cuarenta kilómetros por hora.

Karras, héroe malhadado de la película El Exorcista, perdió su batalla contra Satanás y terminó siendo arrojado desde una ventana por la poseída Linda Blair, la que giraba la cabeza como un búho.

Yo lo acompañaba en la cabina delantera.

Detrás, adormilados por la monótona cadencia del motor, los dos grandes morochos del grupo, cabeceaban resignados.

Llegamos al mismo tiempo que Alfato.

Y con su misma parsimonia descendimos de nuestros respectivos vehículos.

Fue en ese instante que tuve la visión de los moluscos.

Nos acercamos con un cierto apocamiento. Nuestros gruesos abrigos sustituían la dura corteza de los caracoles, escondían como aquellas, la pudorosa ternura de los viejos amigos.

Alfato no solo era un pionero antártico.

Cincuenta años atrás había impulsado la primera publicación del Cuerpo de Cadetes.

Y nos invitaba a todos a colaborar en aquellas modestas hojas mimeografiadas que bautizó, con su innata modestia, Patín de Cola.

Su abrazo cálido me recuerda a los osos Panda.

En medio de la semana “ El Aeroplano” no estaba precisamente tibio. Se habían dispuesto las pequeñas mesas a lo largo, por lo cuál, los comensales de ambos extremos corrían el riesgo de perderse el diálogo central que presidía Petrus.

Su alegría era contagiosa. No cesaba de hablar relatando su odisea casi increíble. Cada tanto- yo estaba a su lado- pasaba su brazo sobre mis hombros y musitaba el diminutivo de mi apodo con cariñoso regocijo.

Frente a nosotros los morochos, uno alto, de pelo canoso y atenta mirada, controlaba en silencio las espaciadas aproximaciones del único mozo acercando vituallas.

Critico severo de la conducta humana aguardaba expectante las reacciones de la punta extrema de la mesa donde, Funes, de generoso abdomen,

“ trackeaba” la aproximación final de una pequeña bandeja de madera forzando su cuello.

Un mohín de contrariedad se advirtió en su rostro cuando la tabla aterrizó lejos de su alcance.

Pero no alcanzó a detenerse, la arremetida fue inmediata, impulsada por la – no precisamente pequeña mano- de mi morocho amigo, siguió de largo hacia las fauces salivosas de Funes que se preparaban a recibirla.

Nadie intentó detenerla. Cincuenta años de convivencia castrense aconsejaban que lo primero era alimentar a la fiera.

El intento de Karras de bendecir el alimento al pasar por su frente quedó inconcluso. El ademán del sagrado madero murió en el propósito.

Después de todo a la modesta pizzeta le esperaba una muerte horrible.

Yo seguía fascinado con la historia de Petrus. Mi imaginación volaba impulsada por la seguridad de su voz, la contundencia de sus dichos.

Y lo veía tendido en el desierto junto a su amada. Caía la noche. A medida que la oscuridad se acentuaba la estela siniestra de los cohetes encogía sus corazones.

Y habría un pequeño oasis y algunas palmeras donde un par de camellos buscaban cobijo.

Y me arrepentí sinceramente de haber prestado oídos a las voces impúdicas y maledicentes que aseguraban que Petrus disfrutaba exhibiendo en un frasquito una minúscula parte de su cuerpo.

Que importan los poetas, querido Petrus- me recriminé amargamente- mientras existan hombres como vos, no necesitamos poesía.

El zumbido eléctrico del microondas me sacó de mi arrobo.

La contundente torta de puerro, la pulpa de bondiola con queso derretido, papas y boniatos que depositó el sempiterno mozo, me dejó sin aliento. Pero más me sorprendió lo ecléctico del exhaustivo plato. Me refiero a esa capacidad de mezclar elementos, aparentemente disímiles,  y crear un diseño único.

Mi ángel bueno me sugería un Chef creativo, como los artistas de esa difícil disciplina, que nos entregaban no solo el alimento sino la belleza de lo distinto.

Mi ángel malo, que siempre triunfaba sobre el bueno, insinuaba días de heladera y horas de microondas.

En el silencio general de la ingesta solo Petrus seguía-interesante analogía- predicando en el desierto.

La primera voz que rompió el mutismo digestivo fue la de Funes.

Su plato vacío brillaba con incierta luz.

Como si hubiera terminado la faena con una diestra pasada de pan.

La sencillez de un flan casero señaló el fin de la tertulia.

Nos levantamos pesadamente. Sin la alegría exagerada del alcohol la despedida fue moderadamente melancólica.

Petrus invitó a un brindis levantando su copa con nuestra mejor agua mineral.

Todos seguimos su ejemplo. Excepción amable de nuestros dos compañeros de cabina trasera que hicieron los honores con un tintillo nacional.

Nunca imaginé la sorpresa que me llevaría unos minutos más tarde.

La colonia de moluscos se disgregaba lentamente, hacia sus autos.

El padre Karras, erguido en su elegancia, me esperaba pacientemente junto al suyo.

Cuando aceleraba mi paso hacia él, Petrus, que seguía a mi lado me detuvo cariñosamente estrechando su abrazo.

  • Esperá- ,me dijo – tengo algo para darte. Y

me entregó un pequeño libro de cuidada y sencilla impresión.

El corazón me dio un vuelco.

En la tapa ,de un opaco color madera, se leía su título en desnudas  letras negras: Poemas de Amor. Un poco más abajo su autor: Rodolfo Petrus Salgado.

Sin darme tiempo a recuperarme de mi estupor  se alejó sonriendo, disfrutando el impacto que su regalo me causara.

Solo pude devolver su saludo con el brazo en alto cuando pasó ,raudo en su auto ,rumbo a un desierto maravillosamente utópico.

 

Elbio Firpo

Agosto de 2017

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