Memoria

Ahora sé que el infierno es esta repetición de días y noches, de inacabables fines de semana, de fiestas que se acercan, del lento crecer de mis hijos entre domingos, de mis cuarenta y seis años…

Temo que la angustia me asalte en los breves crepúsculos invernales o en los eternos atardeceres del verano, porque ello forma parte del infierno.

Un infierno asexuado. Sin pasiones ni dolores físicos.

Pero con memoria.

Esa horrible capacidad que nos permite sobrevolar el retorno. Imaginar que acariciamos las ausencias. Los rostros queridos.

Las voces.

Memoria. Para ayudarla en mi flagelamiento recurro a las fotos.

Como pude aficionarme a ellas? Como quedamos tan solos? Quién se acuerda de nosotros? Donde están estos amigos sonrientes desde los álbumes?

Solo mis hijos. Pero solo será cuestión de tiempo.

Recuerdo el día en que tomé esta fotografía. Estábamos en el balcón del apartamento de Bulevard España. Virginia y Esteban contra la baranda. Más allá el Parque Rodó.

El mar.

Este detalle de las enredaderas que crecían pese al viento del quinto piso. Las había traído de la casa paterna cuando mi padre murió.

Y esta otra. Pero aquí estamos en nuestro primer apartamento. Virginia todavía no camina.

El viejo sofá rojo. La estufa a leña. Se me ocurre pensar que algún día inventarán algo. No sé, una especie de  máquina del tiempo, como aquel cuento de Bradbury, capaz de llevarnos al año, el día y la hora que queramos. Como esta tarde junto al fuego.

Como ayudan a la memoria.

Llovía.

La leña había tardado en prender.

Nos acostamos tarde.

 

 

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